Capitulo 4.1

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Después de romperle la cara durante el funeral de Ariana y acusarlo de su muerte, Aberforth había renegado de él y ya no le dirigía la palabra. Se encontraba solo, porque Grindelwald había escapado, dejándolo lleno de dudas. Dejándolo solo en esa casa medio derruida, como su propia vida.

Cada habitación de su hogar estaba lleno de malos recuerdos, de fantasmas mentales que acudían puntuales a su cita, recordándole el lugar donde había prometido hacerse cargo de la familia, el lugar donde había despreciado los cariños de una niña que ya nunca querría a nadie más. El lugar donde se había enamorado del mismísimo diablo aún sabiendo de cómo era.

Despedir a su niña le quemaba por dentro. Sin embargo, ya no había espacio para derramar más lágrimas de las que había llorado por lo que estaba viviendo.

Algo murió en el corazón de Dumbledore junto con Ariana. Ahora ella era había partido a una aventura donde sería libre; sin preocupaciones y sin sus constantes ataques. Pero para los demás y para su hermano, él, ya no existía más.

Se había quedado solo, gastado, atrapado en una suerte de paraíso imperdonable. Porque ahora era al fin libre, y a su vez no lo era. Libre para ir a donde quisiera, pero no libre para querer. Si hubiera sido capaz de seguir su corazón habría ido en pos de Grindelwald, pues aun después de haber visto todo el mal que era capaz de hacer, lo amaba.
Ingobernable, irrefrenable, el impulso de amar a Gellert, de desear verlo y estar a su lado parecía ser el mecanismo que bombeaba su sangre una y otra vez; pues como estaba escrito en la tumba de su madre y de su hermana: donde esté tu tesoro ahí estará tu corazón. Pero a pesar de todo su deseo, Dumbledore no podría acompañar a su tesoro. Recordaba con dolorosa precisión cada palabra, cada gesto ejecutado por la persona que mas amaba durante aquel episodio de pesadilla. No quería creer que había visto al verdadero Gellert, no quería aceptar que esa oscura maldad tantas veces intuida y vista tan espantosamente estaba en el fondo de Gellert, como cimientos de su alma. No quería que fuera así.
Además, el modo en que se despidieron lo llenaba de pánico, los tres habían lanzado maldiciones asesinas y cualquiera de ellos pudo ser el asesino de Ariana. La mente de Albus había quedado tan frágil que sabía que si se enteraba de que había sido él quien asestó el golpe mortal el cristal rajado de su mente se quebraría.
Tan fácil como eso. Todo su mundo se derrumbaría, si se enteraba de esa terrible verdad. Por eso prefería la angustia de la ignorancia, una angustia que podía intentar aplacar, por incierta. La certeza acarreaba algo peor que la muerte. Loco, y con tanta magia en su interior se convertiría en el doble de Ariana, y en dudoso caso de que Aberforth quisiera hacerse cargo de él podía terminar matándolo, tal como su hermana había matado a su madre y la familia Dumbledore se extinguiría, como los Peverell, y su casa en ruinas, con sus mármoles eternos, quedaría diciendo sin labios que no lo fueron sus dueños.

Grindelwald había huido temeroso de que se levantaran cargos en su contra y de ir a dar con sus huesos en Azkaban, pues si algo temía el brillante mago era ser encerrado y ambos lo sabían de alguna forma no había peor cosa que estar preso estando con vida.

En cierto modo, la muerte era fácil, solo pasaba y ya; después de aquello ya no tenías que preocuparte. Pero la prisión, ¡oh, eso era distinto! Ahí sí que tenias de que preocuparte, con las horas y los días pasando lentos e inexorables, sumido en la impotencia, en la inactividad. Francamente aquello era cruel, por eso el prefería matar, y definitivamente prefería terminar muerto que encerrado. Por eso era tan valiente y arrojado en sus actos; porque así, si ganaba, triunfaba y vivía, y si perdía, bueno, la vida y todas sus angustias dejaban de ser asunto suyo automáticamente.

Los Secretos de DumbledoreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora