-No pasa nada, Ariana. Sé que puedes hacerlo.
La muchacha alzó la varita un instante. Frente a ella, Aberforth la observaba con expectación. Todos los días la misma historia. El joven, tal y como hiciera la propia Kendra Dumbledore antes de morir, se empeñaba en animar a Ariana a hacer magia. A veces, ella era capaz de conjurar unas chispitas y otras se negaba en rotundo a intentarlo siquiera, pero nunca salía como Aberforth esperaba.
Albus lo consideraba una auténtica pérdida de tiempo y así se lo hizo saber, pero su hermano era demasiado cabezota para hacerle caso.
-Mi madre lo quería así -Le espetó una vez-. Si tú no estás dispuesto a ayudar, yo me encargaré.
-Puedes terminar como ella.
-¡Pues lo haré encantado!
Albus no soportaba la situación. Era absolutamente insufrible tener que ocuparse de esa bestia salvaje que era Aberforth y de la magia inestable de Ariana. Insufrible e injusto. Él, el brujo más talentoso de su generación, tenía planes de futuro y estaba allí atrapado, afrontando una situación que jamás debió tener lugar.
Si esos muggles no hubiera atacado a Ariana, si su padre no hubiera terminado en prisión, si la magia de su hermana no estuviera descontrolada, si su madre no hubiera muerto diferente sería el escenario ahora. Eran demasiados los condicionantes que habían transformado su vida en lo contrario que debía ser. Porque tendría que estar recorriendo el mundo antes de afrontar su futuro, conociendo la magia de otros lugares y preparándose para la grandeza.
En Hogwarts le dijeron que podría llegar a ser cualquier cosa que deseara y Albus a veces fantaseaba con la posibilidad de dominar el destino del mundo mágico. Pero estaba su familia. Si pudiera arreglarla, si pudiera borrar todo lo que estaba mal y devolverla a la normalidad, sería libre para controlar su propia vida. Pero allí estaba, viendo a Ariana negar con la cabeza y a Aberforth poniéndole las manos sobre los hombros.
-Lo que pasó con nuestra madre no fue culpa tuya, Ariana. Ella quería que hicieses magia y yo sé que puedes hacerlo. Inténtalo, por favor.
Era extraño que Aberforth, que acostumbraba a ser un joven brusco y de varita fácil, se mostrara tan paciente con su hermanita. Albus sabía que había heredado el carácter explosivo de padre, aunque en momentos como aquel era un calco exacto de madre.
Ariana negó otra vez con la cabeza y señaló el exterior. Hacía un precioso día de verano. Le dedicó a su hermano una sonrisa y Aberforth finalmente claudicó. Era difícil resistirse a esa sonrisa, tan parecida a la de su madre y a la vez tan distinta.
-Está bien. ¿Te apetece que vayamos a cazar mariposas? -Ariana miró a Abeforth, interrogante-. Sin varita, por supuesto.
Y dicho eso, juntos salieron al exterior. Albus permaneció en la cocina, sintiéndose desgraciado porque debía pensar en algo para comer. ¡Él! El brujo más talentoso de su generación, el que estaba llamado a alcanzar la grandeza y, tal vez, contribuir al avance del mundo mágico.
Se disponía a cocer una col que acompañaría con patatas cuando llamaron a la puerta. Podía escuchar las carcajadas de Ariana en el jardín y se dijo que al menos ese día sería de los tranquilos. Pese a no tener muchas ganas de atender visitas, fue a abrir. No le sorprendió ver a la señora Bagshot, puesto que la bruja acostumbraba a llevarles guisos caseros.
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Los Secretos de Dumbledore
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