UN DESCANSO EN LA OSCURIDAD

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El guardaespaldas, con los sentidos adormecidos, se despertó en un sobresalto, sintiendo como si estuviera atrapado en un sueño febril. Intentó moverse, pero su cuerpo parecía estar envuelto en un abrazo de plomo, inmóvil y pesado.


En la penumbra de la cámara lateral, Teodoro estaba presente, una figura serena en la oscuridad. Con palabras tranquilizadoras, le instó a descansar y recuperarse. Le aseguró que todos estaban a salvo, que el peligro había pasado y que ahora era tiempo de sanar.


El guardaespaldas, aún aturdido por la experiencia, asintió débilmente, dejando que las palabras reconfortantes de Teodoro lo envolvieran como un manto protector. En aquel santuario olvidado, donde lo divino y lo humano convergían en un abrazo fraterno, encontró un respiro en medio de la turbulencia que había marcado su viaje. Con la promesa de seguridad y el susurro de la esperanza, se dejó llevar por la promesa de un reposo reparador.


La bebé, envuelta en la manta de inocencia que solo los más jóvenes conocen, observaba su entorno con ojos despiertos. Aunque sus instintos le susurraban la advertencia de que Teodoro era una figura posiblemente peligrosa, su curiosidad infantil ardía con un fuego imparable.


Con pasos inseguros pero determinados, la bebé se aventuró hacia Teodoro. Su pequeña mano extendida hacia él, como buscando respuestas en aquel enigmático guardián. Teodoro, inmóvil como una estatua, observaba con serenidad el acercamiento de la pequeña, permitiendo que la curiosidad infantil despejara las sombras de la desconfianza.



El guardaespaldas, que había permanecido en un estado entre la vigilia y el sueño, observaba con una mezcla de asombro y temor cómo su hija se acercaba a Teodoro. Como guerrero experimentado, podía sentir el aura de misterio y peligro que rodeaba al enigmático guardián. Un nudo se formó en su garganta mientras presenciaba los eventos con una sensación de impotencia.


Cuando Teodoro finalmente recogió a su hija en sus brazos, imitando casi a la perfección su postura al dormirla, el guardaespaldas se quedó mudo de terror. El corazón le latía con fuerza en el pecho mientras contemplaba la escena, paralizado por el miedo de que su preciosa y vulnerable hija estuviera en peligro junto a aquel ser desconocido.



Con la niña finalmente dormida en los brazos de Teodoro, este la depositó con suavidad junto a su madre. Imitando los gestos del guardaespaldas, colocó a la pequeña en un estado de reposo tan sereno como el de un ángel. Un silencio solemne envolvió la escena, interrumpido solo por el suave susurro de la respiración de madre e hija.


De vuelta en su lugar de vigilia, Teodoro se sentó en su puesto, una figura en la penumbra que parecía fusionarse con las sombras del templo. El guardaespaldas, por fin liberado del agarre paralizante del temor, encontró un refugio en el abrazo del sueño. La calma descendió sobre él como un manto protector, tranquilizando los latidos acelerados de su corazón y llevándolo a un reposo reparador.


En aquel rincón olvidado del mundo, los protagonistas de este encuentro inesperado hallaron un breve respiro en la danza efímera de la noche. Mientras el templo guardaba sus secretos en la quietud de la oscuridad, los destinos entrelazados de sus habitantes se tejían en un tapiz de esperanza y misterio, aguardando el amanecer de un nuevo día lleno de incertidumbre y posibilidad.

EL HIJO DE MEDUSADonde viven las historias. Descúbrelo ahora