CAPÍTULO 11 - PARTE 3 - COVEN: La vesania del óbito

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Coven se quedó mirando al horizonte, recordando cada una de las órdenes y amenazas de Hagall. Estaban en lo cierto al pensar que el interés del adalid por Laia era meramente informativo, un medio para llegar a Ontames, lo que podía significar que, efectivamente, Laia había sufrido a manos de ese bastardo. Coven se puso tenso al pensarlo.

Él tenía tantas ganas como Hagall de darle su merecido, pero el adalid lo hacía porque no permitía que pusieran en tela de juicio su liderazgo, y Ontames llevaba años provocándolo al no informar de su paradero y actividades. Laia no era consciente, y no lo sería si Coven podía evitarlo, de que la iba a utilizar como reclamo para hacerle un trabajo a su peor enemigo, que además había amenazado con matarla si Coven no cumplía. Por lo tanto, Laia era en esos momentos el objetivo de dos seres milenarios sin escrúpulos, y todo por culpa de Coven... O no.

Tal vez el encuentro entre ambos no había sido casual, y Ontames estaba detrás de todo. Tal vez llevaba orquestando su venganza desde hacía décadas, aunque no entendía cómo había esperado tanto y por qué la había elegido a ella. Hagall le había prohibido terminantemente enfrentarse a Ontames. Como dijo Herlen el día anterior, tal vez lo mejor habría sido que ella nunca hubiera aceptado. Ahora estaba dentro, y como le había dicho a la joven, una vez dentro, no había marcha atrás. Ni para ella, ni para él mismo.

Bajó por las escaleras del edificio donde se había encontrado con Hagall, y antes de cruzar la calle de vuelta al apartamento de Laia le hizo una señal a Tarik para que se fuera.

Cuando subía las escaleras escuchó un gemido. Sus instintos se encendieron y el último tramo lo hizo fugaz, entrando en la vivienda forzando la puerta. Se encontró a Ciro sujetándose agónico la cabeza con ambas manos, en las sienes, arrodillado en el suelo y apretando la mandíbula con fuerza. Estaba teniendo otro de sus ataques. Laia estaba arrodillada a su lado preocupada, inconsciente de que su generoso interés podía empeorar las cosas y ser peligroso para ella.

—Aléjate Laia —le ordenó a la chica, tajante. Ella lo miró asustada, pero se levantó y se apartó del óbito—. Ciro, soy Coven —dijo a su amigo obligándolo a mirarlo.

Éste levantó la cabeza a duras penas, jadeante, la mirada nublada. Los dolores debían de ser intensos. Nada que pudieran darle le serviría, pues el cuerpo de un óbito no asimilaba ningún tipo de sustancia. Era una lucha que debía sobrellevar el propio Ciro. Coven lo hizo levantarse; lo mejor era que saliera de allí y se alejara por lo menos del olor de Laia

—No te muevas de aquí, ahora vengo —le dijo a la chica.

Acompañó a Ciro hasta la azotea del edificio. Parecía empezar a controlar el dolor. Permanecieron allí durante varios minutos, mientras Ciro, entre jadeos, comenzaba a recuperarse poco a poco. Coven no podía imaginarse por lo que pasaba su óbito y amigo cada vez que sufría uno de sus ataques.

Ciro era un hombre forjado en la guerra, duro y valiente como pocos. Entró a formar parte del ejército alemán en la Primera Guerra Mundial, con solo 22 años. Sobrevivió, haciendo méritos, y fue ascendido. Fue entonces cuando se conocieron, en el campo de batalla. Por entonces, Coven contaba con una falsa identidad que le permitió entrar en el ejército, aunque no tenía en absoluto la apariencia aria que se esperara. Fueron sus propios méritos como estratega, forjados durante siglos, los que le permitieron su entrada. Se creó entre ellos una inquebrantable amistad. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Coven lo había creado, a petición del propio Ciro.

Tras eso, se vieron involucrados de nuevo en otra guerra, la susodicha Segunda Guerra Mundial; Ciro en un puesto importante del ejército nazi. Tras la derrota alemana, lo persiguieron, por lo que ambos huyeron a Bruselas y rehicieron sus vidas.

En ese momento, el alemán tenía ciento veintidós años, de los cuales ochenta los había pasado como óbito, todo un logro para su condición, pues no solían llegar a los cincuenta años con esa naturaleza; enloquecían antes, lo que se conocía como la vesania del óbito. Ciro, su amigo, compañero y socio, empezaba a sufrir dolorosos trastornos que lo cegaban, y Coven no podía dejar de lamentarlo.

—Lo siento, podría haber pasado cualquier cosa con ella —dijo finalmente, totalmente recuperado, pero visiblemente afectado.

—No tienes que sentirlo, no ha pasado nada —le contestó Coven de brazos cruzados—. Más lo siento yo al verte sufrir de esta forma.

—Cada vez son más —comentó Ciro serio, derrotado.

—¿Hasta cuándo piensas aguantar? —le preguntó.

—¿Crees que te voy a dejar ahora con todo lo que te has buscado? —le reprochó su amigo con ironía—. Te has metido en una buena por una chica. Nunca te había visto mostrar tal interés, y llevamos más de ochenta años de amistad —le recordó con una sonrisa nostálgica, cansada. Él también sonrió al recordarlo.

—Hace más de ochenta que me conoces, pero te recuerdo que tengo cuatro mil malditos años, así que no hagas como que me conoces. —Ciro sonrió, sin ofenderse.

—Te estás enfrentando de nuevo a Hagall, y también a Ontames.

—Nunca imaginé, después de tantos años, que Ontames volvería para llevar a cabo su venganza.

—¿Qué hiciste?

—Cagarla... —comentó, recordando; la vista de nuevo en el horizonte—. Fue un error terrible. Ontames era amigo mío, aliado incondicional de Nabtzall y mío. Nunca me lo perdonó a pesar de que le supliqué su perdón. Después de eso, desapareció mucho tiempo. Hagall finalmente lo encontró. Se dedicaba a la falsificación. Lo perdonó y le dio una nueva misión, reinsertarse entre nosotros empleando sus habilidades —contaba.

Fueron malos años para Coven, que decidió irse a Norteamérica, donde olvidar la pérdida de unos, y el odio que le profesaban otros. Se sentía miserable y culpable por el dolor que había causado. Hagall mostró clemencia, pero él se vio obligado a huir de toda su raza durante más de cien años, vagando con la pesada carga de la culpa como castigo, mucho peor que la propia muerte. Hagall lo sabía y lo castigaba a él, no a Nabtzall, que era una víctima más de aquellos terribles acontecimientos de 1730.

—Casi me había olvidado de él y su dolor cuando regresé —siguió, mirando a Ciro de nuevo—. Resulta que ahora aparece, deseoso de llevar a cabo su venganza.

—Ojo por ojo... —comentó Ciro reflexivo—. Te dará el tiempo suficiente para que te encariñes con ella, como ya estás haciendo, y la matará.

—Eso me temo... —Coven miró al cielo y suspiró afligido—. Bajo ningún concepto debería crearla... No. Realmente debería mandarla lejos, sacarla de este mundo y del infierno que va a ser su vida.

—La crees o no, quedándose a tu lado está en peligro —le dijo su amigo—, pero dejándola ir, me temo que más. Si Ontames está rabioso como dices, y ese odio lleva casi tres siglos supurando, lo pagará con ella de cualquier forma. Contigo tiene una posibilidad de salvarse.

—Ella ya lo ha pagado realmente, si es cierto lo que creo —contestó Coven taciturno—. La ha dejado marcada de por vida.

—Y sabiendo eso, ¿la dejarás a su suerte para que lo pague de nuevo y cargar con la culpa? —le preguntó.

Qué bien lo conocía realmente. Llegados a ese punto solo había un camino posible, donde ella había tomado ya su decisión, y ahora era responsabilidad de él acompañarla, con la naturaleza que ella decidiera tener, y protegerla de Ontames.

—No, no la dejaré. —Reconoció finalmente. Ciro sonrió ante su respuesta. Seguramente habría hecho lo mismo. Estaba muy abatido, el ataque lo había dejado agotado—. Vete Ciro, vete de caza, te hace falta.

Éste asintió, conforme; le dio una palmada en el hombro y desapareció por los tejados, rumbo al sur, lejos de Bruselas, para calmar su sed de sangre, y con ello silenciar los gritos en su cabeza.

Negra Sangre I: Elegida (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora