IV. Poco a poco.

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Narrador Omnisciente Todopoderoso.

José observaba el piso, sentado en su camastro. Acostarse no era opción, por lo menos no contra su espalda. Las laceraciones eran dolorosas, pero nada que no pudiera soportar.

Era consciente de que esto ocurriría en cualquier momento. Cuando asumió la culpa, también asumió este castigo.

Joaquín también tenía todo el derecho de haberlo hecho, sin embargo, decidió no hacerlo porque había visto algo en él, y tal vez, al haber educado mujeres, su corazón era más blando. Pero Jacobo no era razonable; en su mente, había criado hombres decentes, devotos de Dios, respetuosos de las tradiciones, trabajadores y honestos.

Por eso nunca había desobedecido a su padre, se esforzó en demostrar que podía ser todo eso, incluso si debía casarse en contra de su voluntad con alguien que ni siquiera conocía.

Pero luego llegó María y se convirtió en un completo desastre. Haciendo malabares, discutiendo con burros, hablando con ángeles y tomando decisiones impulsivas. El muchacho estaba fuera de control por primera vez en su vida.

Sin embargo, lo que ahora se conoce como su primer acto de rebeldía grave era una mentira y se había llevado el mayor castigo de su vida hasta ahora por eso.

El muchacho rio por la ironía ante su desgracia, pero incluso reír era doloroso.

—José, no te puedes estar riendo ahora —dijo alterada María desde la puerta.

El muchacho levantó la vista al instante y se encontró con que traía un cuenco con agua algo verdosa y unos paños limpios.

—¿Estuviste llorando? —preguntó al ver sus ojos aún húmedos y los rastros de las lágrimas en sus mejillas.

—¡Claro, tonto! —dijo con la voz casi quebrada, amenazando con volver a llorar—. Casi te matan por mi culpa. — Las lágrimas ya caían por sus mejillas nuevamente.

—María, por favor, no lo...— Se incorporó tratando de llegar a ella, pero el movimiento le hizo resentir las heridas y se dejó caer en el camastro.

—¡Quédate quieto! —regañó mientras colocaba el cuenco y los paños sobre la mesita de noche. —Vamos, quítate la túnica — ordenó, apartando las lágrimas de sus mejillas con el dorso de la mano.

—¿Qué? ¡No! —exclamó alarmado—. Te respeto —se negó rotundamente.

Tal vez ahora tenía la fama de aprovecharse de mujeres, pero jamás sería cierto, ni en una situación así.

—José, soy tu esposa, no me estás faltando el respeto, estás herido, veo que la sangre traspasa tu túnica y estoy al borde del colapso —dijo agobiada—. Así que, por favor, quítatela, o posiblemente rompa fuente aquí mismo —amenazó, aprovechándose del nulo conocimiento del muchacho sobre un embarazo.

—¿Qué es eso? ¿Es malo? ¿Te sientes bien? — Trató de levantarse nuevamente, pero ella lo detuvo tomando su hombro, evitando que lo hiciera.

—La túnica, José —volvió a ordenar.

El muchacho obedeció de mala gana sin verla a la cara, mientras se deshacía del cinturón de cuero que sostenía la túnica y el collar que acostumbraba a usar. Hizo a un lado las telas que lo cubrían, dejando solo el pantalón de lino de media pierna que usaba bajo la túnica.

Era fornido, no excesivamente, sino lo que había formado el esfuerzo de su trabajo. María no era ciega, pero ahora no podía pensar en otra cosa más que en los azotes.

—Ya — avisó el muchacho sin levantar la vista—. Apresúrate, por favor, hace frío —pidió mientras le daba la espalda para que lo revisara.

Las marcas de azotes se veían esparcidas en toda la parte superior de su espalda y hombros. Limpió la sangre, pasando el paño impregnado en la mezcla que había traído.

Antes, durante y después de la Estrella (Journey To Bethlehem / Camino a Belén)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora