Algunos días después, Lily visitó a Romina en el hospital psiquiátrico; le llevó algunos obsequios que sabía que la harían feliz: ropa nueva, libros y golosinas navideñas; Romy sintió un poco de congoja al entender que la Navidad estaba cerca y que no la pasaría con su familia como cada año.
Lily supo de inmediato lo que la estaba atormentando.
—Sabes que estaremos aquí... —Lily le dijo con una dulce sonrisa—. Nunca te abandonaríamos...
—¿Vendrías con un pavo? —se rio Romy.
Lily se carcajeó.
—No me subestimes, Romina —dijo Lily con firmeza—. Con un pavo y ponche de huevo; incluso secuestraría al maldito santa con tal de verte feliz.
Romina se carcajeó. Podía sentir que su hermana hablaba en serio. No pudo evitar imaginándosela, secuestrando a Santa.
—Sabes que ya dejé de creer en esas cosas...
—¿Por fin? —bromeó Lily—. Dios, ya era hora... tienes como treinta años y crees en santa, el maldito ratón de los dientes y el coco...
Romy se carcajeó.
Se hizo un ovillo y se recostó en el regazo de su hermana. Lily la contuvo y la acarició mientras algunas lágrimas se esparcieron por su mejilla.
Lily le cantó una canción que las identificaba. La habían inventado cuando eran niñas, pero su cantico desafinado se vio interrumpido cuando llamaron a su puerta y fue Christopher el que apareció.
Traía una sonrisa que borró en cuanto vio a Romy llorar.
Respetuoso se quedó en la puerta, esperando a que Lily le dijera que ya podía unirse a ellas.
Fue inevitable para él pensar en París, su hermana pequeña. La extrañaba, por supuesto. París había crecido en la misma soledad que él. La inseguridad, el miedo. El enojo y el vacío.
No podía ser malagradecido con su vida. Había tenido todas las cosas materiales que un niño necesitaba para crecer: una cama en una mansión, un cuarto del tamaño de la casa de Lily, un Maserati a los trece, prostitutas a los quince y una cuenta bancaria con diez números a los dieciséis.
Aun así, pese a la vida lujosa que le había tocado, su hogar jamás se había sentido cálido ni acogedor. No había olor a comida en el desayuno ni en la cena; ni una hermana a la que abrazar en los momentos difíciles.
—Amor, no te quedes allí... —Lily le dijo en cuanto notó que se había quedado de pie, como un cachorrito al que acababan de castigar—. Ven aquí, con nosotras...
Una sonrisa le bastó a Chris para descongelarse de ese lugar en el que se había cristalizado entre recuerdos dolorosos.
Mientras caminó hacia la cama de Romy, fue capaz de entender el enojo que había sentido por tanto tiempo, sobre todo en su adolescencia.
Ese enojo lo había hecho cometer cientos de disparates, siempre queriendo ensuciar el apellido de su padre, el nombre de su madre. Siempre queriendo lastimar a quienes lo habían lastimado.
Se sentó junto a las hermanas con un nudo en la garganta. Tuvo que soltar un suspiro cuando sintió la carga liberándole el pecho.
Lily apretó el ceño y le miró con preocupación.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Él asintió calmo, mientras dejó salir el enojo que tanto ahogo le había causado.
Romy se armó de fuerzas y se levantó para hablar con ellos.
—Rossi... —le dijo la animosa joven—. ¿En tu familia hacen intercambios?