Locuras y francés

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La joven no supo cómo manejar la situación, porque, claro, no entendía esa nueva amistad que acababa de surgir entre su padre y su supuesto pretendiente.

Hasta hacía una comida atrás, su padre le lanzaba miradas como cuchillos y, después de lavar los platos juntos, se lanzaban miradas cómplices que la hacían poner en duda lo que había sucedido detrás de esa puerta.

—¿Y tu hermana? —preguntó Julián, terminando de retocar el orden de la cocina, su lugar favorito en toda la casa—. No me digas que ya te dejó sola...

Con las mejillas rojas y aún desconcertada por los hechos, Romina miró a su padre y luego a Dubois y no dudó en decir la verdad:

—Follando. Por supuesto. —Puso los ojos en blanco—. Lo usan como bajativo después de cada comida —bromeó.

Dubois bebía su café negro con tanta confianza que, cuando escuchó aquello, se ahogó tan fuerte que el señor "L" rodó los ojos y le ofreció una servilleta para que se limpiara la barbilla.

—Lo lamento, yo... no estaba preparado para escuchar eso. —A Dubois la cara se le puso roja y no supo qué más decir.

Romina sonrió traviesa. Le resultó adorable verlo sonrojarse y actuar con mayor naturalidad.

—Voy a enviarlos a terapia de pareja para conejos. Todo ese sexo, no es normal —dijo Julián, tan juicioso que, Dubois pensó que hablaba en serio.

Romina se rio y Julián explotó detrás de ella. Fueron tan sarcásticos que Dubois estuvo confundido.

—Terapia necesitaré después de escucharlos toda la noche. Cuando regrese a la clínica, tendré que pedir terapia extra —dijo Romina y se atrevió a entrar en la cocina y a rodear a Dubois con un paso que se vio seguro, pero que detrás de sus movimientos seductivos, quedaba aun cierta inseguridad femenina.

El hombre se quedó perplejo cuando la tuvo cerca, anestesiado por su cercanía. Fue rápido, pero tuvo una dosis de todo eso que quería: un roce de manos, su aroma dulce y miradas indiscretas.

Romina quería alcanzar la cafetera para servirse café y acompañarlos.

Él no dudó en dejar su taza sobre el mesón y ayudarla sirviéndole con caballerosidad, algo que Julián miró con atención.

—Dime a mí —respondió Julián tras ver a Dubois tratar a su hija como reina y suspiró contento—. Los tapones para oídos ni siquiera sirven.

Dubois se rio y, aunque quiso hacerlo discreto, no pudo. Se sentía tan contenido entre padre e hija que su risa fue fresca y natural.

Romina lo miró curiosa. Podía apostar que ese sonido era nuevo. Apenas lo había escuchado hablar durante la comida. Una que otra sonrisa nerviosa habían dejado en claro lo tenso que se sentía.

Y era entendible, la mirada de su padre había sido como la de Pennywise cazando niños en It.

—¿Se quedará a cenar, Dubois? —Julián fue al grano para romper la tensión.

—Papá... —Romina lo reprochó con la cara roja por la vergüenza.

—Pregunto, para poner un sexto puesto en la mesa. —Julián se defendió con firmeza.

Romina sonrió y de reojo miró a James.

—Me encantaría.

Romina frunció los labios para contener una sonrisa. Por supuesto que quería que se quedara.

—¿Y sabe cocinar? —preguntó Julián.

—¿Cocinar? —James parecía perdido.

—Papá... —Romina otra vez.

Suya por contratoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora