Le tomó unos minutos recuperarse, pero apenas lo hizo, regresó a la carga de siempre. El estrés, la ansiedad, la rabia. El vacío que le quemaba. El camino sin final.
Investigó hasta que la oficina se quedó a oscuras y la señora de la limpieza abrió la puerta.
—Lo lamento, pensé que no había nadie —dijo la mujer, sin poder mirarlo, terriblemente arrepentida por haberse encontrado de frente con él.
Era un maldito animal sin sentimientos.
Dubois pestañeó cuando la vio y volteó en su silla para mirar la ciudad tras el cristal.
Solo se iluminaba por las luces y las primeras decoraciones navideñas que ya asomaban en los rascacielos.
Genial, navidad. La aborrecía.
Era una de esas fechas en las que todos se reunían en familia o viajaban a sus hogares para pasar las fiestas acompañados.
Él no. Él se quedaba solo, porque no tenía a nadie con quien compartir.
Cerró la computadora sin decir ni una sola palabra, cogió el archivo y se marchó sin mirar atrás.
Cuando regresó a casa, vio los abrigos de los hijos de su empleada colgando en la recepción, pero lo niños no estaban por ninguna parte. Imaginó que estaban bien escondidos.
—Señor Dubois, ¿podría hablar con usted unos minutos? —preguntó su empleada.
—No. —Fue hosco.
La mujer suspiró rendida y corrió detrás de él para hablarle igual.
Era un hombre alto que caminaba rápido, así que le tocó seguir su ritmo ágil.
—Se acerca la navidad y pensaba...
—No. —Dubois fue determinante y la miró por encima de su hombro antes de encerrarse en su habitación otra vez.
—Entiendo —respondió ella, terriblemente decepcionada.
Dubois cerró la puerta y su voz desilusionada no lo dejó en paz. ¿Por qué tenía que ser así de cruel? Se cuestionó en su soledad. ¿Por qué castigaba a los demás por lo que sentía?
Tuvo otro ataque de pánico mientras se duchaba. Se quedó tirado en la bañera, hasta que el agua se le heló.
A las tres de la mañana salió de su oficina solo para comer algo. La mujer le había dejado la cena preparada. Le puso sal creyendo que así tendría mejor sabor, pero la comida no era el problema.
El problema era él.
Al otro día se levantó temprano y visitó el hospital en el que el hijo de Romina López había nacido y fallecido. Tenía un informante que podía ayudarlo.
Por la tarde pudo acceder a los registros y encontró los archivos de los donantes. Nombres, apellidos, residencia, tratamientos. Lo encontró todo.
—Yo la recuerdo —dijo su informante, revisando el historial clínico de Romina—. Vino dos veces en menos de seis meses.
—¿Motivo? —preguntó Dubois, leyendo los nombres de los niños que habían sido beneficiados con la donación.
Como su informante no le respondió, dejó lo que hacía para leer él mismo lo que decía el historial:
Intento de suicidio.
Recordó entonces las palabras de Rossi.
—Muchas madres no lo superan —susurró su informante con mueca complicada—. A algunas no les quedan más motivos para seguir adelante.