Lo que las chicas quieren

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A Romina siempre le pesaban las decisiones impetuosas que tomaba.

Era como una condena.

Lo sabía, por supuesto que sí, llevaba lidiando consigo misma por casi tres décadas. Se suponía que era tiempo suficiente como para aprender a hacer las cosas bien, o al menos intentarlo, pero ahí estaba, otra vez, con las mejillas rojas y las voces de su cabeza diciéndole que sus acciones acarrearían consecuencias.

La tortuosa voz mental que le hacía creer que, sus arrebatos, la conducían por el camino de la humillación: Salté sobre él en nuestra primera cita. No volverá a llamarme. Regresará a Francia con la peor opinión de las latinas. Una vergüenza al apellido López. Al menos Lily se hizo de rogar un poquito. Incluso Vicky sabría darse más valor.

Eso de sobrepensar las cosas era un tema de familia y así como Lily se ponía en miles de escenarios que nunca iban a ocurrir, Romina también llegaba a esos extremos.

Por suerte James supo ver las señales de humo a tiempo y acudió a ella sin que Romina se lo pidiera.

Conocía bien esas señales, el lenguaje no verbal, las insinuaciones de volver a salir, la inseguridad femenina en búsqueda del respaldo masculino. Las había visto en otras mujeres, pero nunca las consideraba porque no le interesaban.

Romina sí le interesaba y eso lo cambiaba todo.

Se sintió culpable, por supuesto. Había permitido que muchas mujeres se hundieran en la desesperación femenina por su egoísmo y egocentrismo masculino, pero se restó culpa cuando asimiló las cosas.

Romina era lo que tanto había buscado. Y no se trataba de la perfección que había perseguido por tanto tiempo, sino de la fortaleza que habitaba en ella.

Fortaleza que ella aun no terminaba de descubrir.

—Si la hice sentir incómoda o...

—No. —Romy refutó sin pensar en las consecuencias.

Otra vez.

OTRA VEZ.

—Está muy callada y yo...

—Estoy nerviosa, jamás había hecho algo así —dijo hablando rápido y sin poder mirarlo a la cara.

Se moría de la vergüenza. Se había corrido en su boca, en su cocina. ¡En la primera cita

James alzó las cejas para tratar de seguir su palabrería rápida y con ese acento sabroso que lo cautivaba. Supo que necesitaba contención.

—Dígame, qué quiere que haga —sinceró él dispuesto a bajarle las estrellas con tal de calmarla.

—¿Disculpe? —Romina estuvo confundida, pero también abrumada por sus palabras.

Ningún hombre le había propuesto algo así.

¿Quería hacer algo por ella?

Siempre era al revés. Ella entregándolo todo, sin esperar nada a cambio. Nunca. Sería muy egoísta esperar un poco de retribución masculina. Un hombre que se preocupara por ella de verdad. Eso era de otro planeta.

Por supuesto, los hombres eran de marte.

James suspiró sonriente y se levantó de su lado. Ella se cerró la camisa sobre el pecho, nerviosa por su cercanía y con la mirada lo siguió en cada movimiento.

Apenas era capaz de creer que acababa de acostarse con ese hombre.

Ese hombre.

Con suavidad James se metió entre sus piernas. Envolvió sus largos dedos en sus muslos gruesos y se arrodilló frente a ella. Sabía que mirándose a los ojos podían abrirse más.

Suya por contratoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora