Astrid.
Se mantiene de pie, apoyado sobre su camioneta blanca impoluta y cruzado de brazos. Me mira fijamente, sin un ápice de sentimiento en sus ojos grises que, como de costumbre, solo reflejan indiferencia mientras reflexiona si decir o no lo que está pensando.
Vacila un poco antes de aclararse la garganta y, de una forma apenas comprensible, mascullar:
—Lo siento mucho, Astrid. De verdad, lo siento.
Mi cuerpo se tensa mientras que, en cuestión de segundos, un nudo inmenso se forma en mi garganta.
«Es una broma. Tiene que serlo».
—Lo mejor sería terminar nuestra relación. —Al igual que siempre, se muestra impasible. Nada ni nadie le hará cambiar de opinión.
—¿Por qué? —Me cuesta que las palabras salgan de mi boca y cuando lo hacen, salen en un volumen casi inaudible. No quiero hablar más con él, pero necesito hacerlo, necesito saber cuál es la razón de nuestro fin—. Creía que lo nuestro funcionaba.
Frunce el ceño y lo único que pasa por mi mente es si habrá sido capaz de escucharme.
—¿Por...? —hago el amago de repetirlo cuando él niega con la cabeza, dándome a entender que la razón de su ceño fruncido no es la misma que yo pensaba.
—No lo sabes, ¿no? —Esta vez en su mirada se puede distinguir algo: lástima, pena. Un sentimiento ínfimo, pero presente.
«¿Saber el qué?», no me atrevo a preguntárselo, así que toma mi silencio como una negación.
—No. Lo nuestro no funciona, nunca lo ha hecho —reconoce sin miramientos. Otra vez vuelve a ser la misma persona fría de siempre—. Eres demasiado... ¿cariñosa? Necesito mi espacio. Todos los suecos lo necesitamos.
—¿Qué quieres decir? —Algo me hace interpretarlo como un ataque, tal vez porque nuestras discusiones siempre llegan al mismo tema.
—Ya me entiendes —suspira con frustración. Por su tono entiendo que esto le parece una pérdida de tiempo.
—No. No lo entiendo, León. —Aprieto mis puños con fuerza—. Mi madre es sueca, he vivido toda mi vida aquí. Joder, soy sueca.
—No es eso. Es solo que... —Se pellizca el labio inferior, pensando en qué va a decir. Segundos después, suelta—: Lo eres. Tienes razón, perdón; lo que quiero decir es que tus genes españoles tiran más de tu personalidad.
Tengo que controlarme para no darle un puñetazo a su maldita camioneta. A ese maldito coche 100% sueco que siempre le ha importado más que yo.
—León, no tengo nada que ver con España, ¿vale? —El volumen de mi voz se eleva tanto que la gente que camina alrededor nuestra se detiene para prestar atención a nuestra discusión y mi novio... o, mejor dicho, mi ex, me hace un gesto para que vuelva a mi tono habitual mientras pone los ojos en blanco.
—Esto no va a llegar a ninguna parte. —Su mirada decae hasta mis manos y las agarra antes de que me dé tiempo a meterlas en los bolsillos de mi anorak. Su frío tacto traspasa la fina tela de mis guantes. Luego, sus ojos, carentes de color, vuelven a los míos—. Aunque lo nuestro no haya funcionado como los dos queríamos, has sido una bonita etapa de mi vida y te he querido. Espero que algún día me perdones. Adiós, Astrid.
—León —lo llamo cuando noto que abandona mis manos y me quedo mirándolas.
Él me observa con impaciencia.
—Dime.
—¿Hemos terminado por mí? —Ni siquiera lo pienso. Necesito saberlo, necesito saber si soy el problema.
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Amar tiene un precio.
RomanceEn un pequeño pueblo de Suecia, donde los estereotipos definen a las personas, Astrid se ha perdido a sí misma. Tras romper con su novio, conoce a Jan, un chico alemán de intercambio que despierta en ella sentimientos inesperados. Sin embargo, Jan n...