—Chaval, eres un crack —el imbécil de León vuelve a abrir la boca solo para decir idioteces—: Pero comparte un poco, ¿eh?
Frunzo los labios. Y dale con compartir, ni que estuviésemos en primaria hablando de ceras.
—¡Qué pesado eres con eso, joder! ¡Cállate de una puta vez! —alzo tanto el volumen de mi voz que todos, excepto Astrid, se giran para cotillear y ver que sucede. No sé cómo lo consigue León, pero hace que mi sangre hierva con solo pronunciar una palabra—. ¡Me lío con quien me da la gana! ¡Búscate tú a otra!
Mierda. Me arrepiento al instante. Eso ha sonado más a él de lo que pretendía.
No espero su respuesta y me dirijo a mi sitio avergonzado. Una vergüenza que se desvanece al comprobar que Astrid sigue sin mirarme y esbozo una sonrisa satisfecha.
—¿Celosa, Potter? —No puedo evitar usar mi característico tono humorístico.
Ella vacila unos momentos antes de atreverse a volver a mirarme. Sus ojos verdes conectan con los míos y siento una punzada intensa en el pecho. Parece que está apunto de llorar y sus labios tiemblan.
Me sostiene la mirada durante unos segundos en los que yo siento que mi alma se fragmenta más de lo que ya estaba.
—Para nada. —Finge estar bien, pero su voz se rompe antes de terminar—. Simplemente me he dado cuenta de que el problema, a pesar de todo lo que tú me dijiste, no era yo.
—Yo no... —intento excusarme, pero no puedo. Hoy ya he mentido demasiado.
Me doy cuenta de que las lágrimas se agolpan en sus ojos y, entonces, se levanta de la silla, dándole una patada, y sale de la clase con paso apresurado.
Voy a seguirla, pero Jan me agarra de la muñeca, deteniéndome.
—Mira, no sé qué está pasando o que ha pasado entre vosotros dos. Me resulta extraño porque ayer, dentro de lo que cabe, estabais bien y hoy de repente parece haber estallado una bomba —confiesa—. Y también sé que no debería entrometerme si no tengo ni idea de lo que pasa, pero desde mi punto de vista imparcial quería decirte que te estás comportando como un maldito idiota y que está claro que Astrid no quiere hablar contigo, así que déjala. —Se levanta de la silla con brusquedad y bajo mi mirada mientras cruza la clase. Sorprendentemente lleva unos pantalones cortos que dejan al descubierto sus piernas delgadas, el hueso queda marcado a la perfección y me hace preguntarme si tendrá algún trastorno alimenticio, pues ayer no lo vi comer ni a la hora del desayuno ni a la del almuerzo. Estoy apunto de preocuparme por él cuando añade—: Ah, y deja de tratar a las chicas como objetos.
Siento una vena en mi nuca apunto de estallar. Creo que no estoy enfadado con él, creo que lo estoy conmigo mismo.
Me paso las manos por el pelo, estresado, ¿qué me pasa últimamente? Voy dando consejos a los capullos y luego resulta que soy yo el capullo. La gente suele repetírmelo mil veces, que soy un capullo, ya sabéis, y que no me reconocen... Normal, yo tampoco lo hago. Estoy jodido. Llevo mucho tiempo jodido y lo peor de todo es que me he dado cuenta en un punto en el que creo que es imposible volver a ser yo mismo.
Otra vez esa presión en el pecho.
«Tengo que arreglarlo. Esta vez de verdad. Esta vez para siempre». Hago el amago de levantarme e ir a buscarla, como en las películas; a lo mejor así podríamos volver a estar como antes, cuando nuestras únicas preocupaciones era planear nuestra boda de ensueño en la playa. Una playa que ahora son cenizas de un amor pasajero que yo creí, y en el fondo sigo creyendo, que sería eterno.
«No. Primero tienes que arreglar las cosas contigo mismo antes de tratar de arreglarlas con alguien», otra voz resuena en mi cabeza. Tal vez tenga razón y sea lo más lógico, pero si algo he aprendido en estos diecisiete años que llevo vivo es que yo nunca hago lo que debería hacer.

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Amar tiene un precio.
RomanceEn un pequeño pueblo de Suecia, donde los estereotipos definen a las personas, Astrid se ha perdido a sí misma. Tras romper con su novio, conoce a Jan, un chico alemán de intercambio que despierta en ella sentimientos inesperados. Sin embargo, Jan n...