Capítulo 12: La puerta cerrada

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Habían pasado años desde la última vez que Link tuvo que usar un simple palo de madera para entrenar, pero no le quedaba más remedio que conformarse, por el momento. Le había pedido una espada de verdad a Rauru, pero el espíritu no había encontrado nada útil en la Isla de los Albores.

«No pasa nada —se dijo mientras se ponía en guardia, con las piernas separadas a la altura de los hombros—. Hay cosas peores.»

Sostenía el palo entre los dedos temblorosos de su mano derecha. Aquel palo era ligero, más que ninguna otra arma que hubiera empuñado en los últimos tiempos, y aun así le costaba horrores mantenerla alzada en el aire. Sentía los dedos torpes; había temido verse obligado a aprender a empuñar un arma otra vez con aquella mano, como si hubiera vuelto a ser un niño. Por fortuna, no le había llevado mucho tiempo ajustar el agarre. Seguía sin satisfacerlo del todo, pero serviría por el momento.

Inspiró hondo y blandió el palo contra el aire frente a él. Era temprano todavía; la campana del Templo del Tiempo —que sonaba al amanecer y al atardecer—, había dejado de tañer hacía un rato. El calor del sol le hacía bien a sus músculos entumecidos.

Habían pasado dos días desde que Rauru lo llevó al santuario de la luz. Desde entonces, Link había entrenado sin apenas descanso, aprovechando que la luz purificadora le había dado fuerzas. También había practicado con el poder de Ultramano, aunque sus creaciones estaban lejos de ser perfectas. Rauru se había reído de él en varias ocasiones, y eso había irritado a Link. El espíritu se lo había pasado de maravilla cuando Link intentó crear un planeador que permaneciera más tiempo estable en el aire. Había acoplado turbinas, unos artefactos con forma de rueda que generaban aire y energía. Sin embargo, no había tenido en cuenta el peso de las turbinas ni dónde las acoplaba.

El planeador había acabado cayendo en picado desde lo alto de una colina de la isla, directa a un lago que se hallaba justo debajo.

«Concéntrate», pensó, reprendiéndose a sí mismo. Distraerse no lo llevaría a ningún sitio. Quería recuperar fuerzas lo antes posible en el brazo derecho, y pensar en lo mucho que aquel espíritu lo sacaba de sus casillas no ayudaría en absoluto.

Lanzó una estocada. Una estocada torpe, tanto que casi se sintió avergonzado. Se sentía como un niño que estaba aprendiendo a andar otra vez. Y, Diosas Doradas, era frustrante.

«Valdrá la pena. Por Zelda.»

Aquel pensamiento lo consolaba, al menos. Le daba energías para seguir en movimiento. Si se detenía solo por un instante, las consecuencias podían ser catastróficas.

Aumentó el ritmo; sus estocadas se volvieron más furiosas, y empezó a mover los pies también, ajustando su peso. Por unos instantes, todo funcionó a la perfección, tanto que incluso se permitió albergar cierta esperanza.

Pronto, sin embargo, su brazo derecho empezó a arder. El temblor en su mano solo empeoró. Agarró el palo con ambas manos, y eso pareció ayudar. Al principio. Luego la molestia en su brazo derecho se tornó casi insoportable, y el palo se le escapó de las manos.

Link se arrodilló en el suelo y escondió el rostro entre las manos con un gruñido de frustración. «Es solo un maldito palo.» Y, aun así, era suficiente para hacer que su brazo derecho doliera como el mismo infierno.

¿Cómo iba a abrir las puertas del Templo del Tiempo en aquel estado? Zelda estaba esperando por él; el tiempo corría en su contra una vez más. Y estaba claro que no iba a recuperar la mitad de sus fuerzas pronto, a menos que ocurriera un milagro.

Volvía a estar en la misma situación de hacía ocho años. No, ahora era incluso peor. Porque al menos hacía ocho años había tenido el lujo de no poseer recuerdos, al principio. Ahora, en cambio, recordaba, y se sentía más solo que nunca.

The Legend of Zelda: Tears of the KingdomDonde viven las historias. Descúbrelo ahora