Capítulo 17: La verdad y el engaño

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El castillo de Hyrule se alzaba sobre él. Las torres parecían arañar el cielo, más altas que nunca. Link tenía la sensación de que la estructura iba a derrumbarse sobre él en cualquier momento.

Después de la derrota del cataclismo, nadie se había molestado en poner sobre la mesa un plan de reparaciones del castillo. Todo el mundo había estado demasiado ocupado construyendo asentamientos, recuperando las esperanzas y haciendo crecer el reino desde dentro. Habían reconocido a Zelda como su princesa, pero nadie había hablado de sentarla en el mismo trono en el que se habían sentado sus antepasados. Ni siquiera ella.

Los soldados patrullaban los pisos más bajos del castillo, por supuesto. Muchos investigadores e incluso curiosos acudían allí a menudo. Link no los culpaba; aquel edificio monstruoso podía verse desde casi cualquier rincón del reino. ¿Quién no querría verlo con sus propios ojos, ahora que era seguro acercarse?

A Link nunca le había gustado el castillo. Ni siquiera hacía cien años, cuando era el centro del esplendor del reino, se había sentido cómodo allí. Sospechaba que a Zelda le había ocurrido algo parecido, pese a que aquel lugar pudo haber sido su hogar una vez. Hacía una eternidad.

Detuvo a Epona y contempló el Bastión Central. No era visible desde allí. Solo podía ver los cimientos rocosos del castillo, que se habían elevado con los pisos más altos. El hedor a aura maligna empezaba a inundar el aire. Entorpecía su visión.

Link sintió un escalofrío y contempló su brazo derecho, oculto bajo la manga de la túnica. No brillaba. Él no percibía dolor, y tampoco cosquilleos incómodos.

«Ya estoy enfermo —pensó con amargura—. No puede hacerme daño.»

Clavó la vista en el sendero serpenteante que ascendía por la colina sobre la que se había construido el castillo de Hyrule. El portón no se encontraba muy lejos. Esperaba que el capitán Hozlar estuviera en los alrededores.

Link chasqueó la lengua y Epona se puso en marcha de nuevo, al trote en esa ocasión. La hierba a su alrededor estaba gris, como exenta de vida. Había escombros en medio del camino, seguramente por la Catástrofe. Después del cataclismo, aquel lugar había tenido aspecto abandonado. Esquelético. Sin embargo, ahora parecía tétrico y siniestro otra vez.

Aminoró la marcha al encontrarse con las gigantescas puertas. Un guardia no tardó en asomar la cabeza en lo alto del torreón.

—¡Alto!

Link obedeció al instante y detuvo al caballo. El guardia se asomó un poco más, tanto que Link empezó a preocuparse de que fuera a caerse.

—El paso no está permitido, a menos que estés implicado en la búsqueda de la princesa Zelda.

Él hizo una mueca. Se bajó la capucha, esperando que el guardia pudiera reconocerlo. No se equivocó.

—Diosas Doradas —escuchó que farfullaba el guardia—. ¿Ser Link? ¿Sois vos de verdad?

—Lo soy —respondió él, alzando la voz para que pudiera escucharlo—. ¿Puedo pasar? Necesito llegar al Bastión Central.

—¿Al Bastión...?

Link miró hacia el Bastión Central del castillo. Seguía sin ser visible desde su posición.

—Deprisa.

El guardia permaneció muy quieto por unos instantes. Luego, sin embargo, desapareció tras las almenas. Epona bufó mientras esperaban, tal vez sintiendo su propia impaciencia. Link puso una mano tranquilizadora sobre sus crines, aunque él estuviera lejos de sentirse tranquilo.

Cuando las puertas se abrieron con un ruidoso chirrido metálico, levantando una nube de polvo. Se tragó un suspiro de alivio. El guardia se acercó a él a paso rápido.

The Legend of Zelda: Tears of the KingdomDonde viven las historias. Descúbrelo ahora