Capítulo 34: Caído del cielo

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Link había echado de menos sentir el calor del sol mientras cabalgaba. Cuando estaba en Tabanta, había creído que jamás podría volver a sentir algo parecido. No con el frío de la estepa metido en los huesos.

Sin embargo, allí estaba ahora. Viajando hacia el suroeste, ya lejos del centro de Hyrule, donde reinaba el bullicio. Y donde casi todo el mundo podía reconocerlo, además. Se había cruzado con un gran número de viajeros, y Link no había llamado la atención de ninguno. Sabía que eso cambiaría cuando llegara al desierto, por supuesto, pero, por el momento, disfrutaba de la corta paz.

Epona parecía feliz por estar en movimiento de nuevo. No le había gustado quedarse dos días en los establos del fuerte vigía, después de tanto tiempo encerrada en la antigua posta de Galop. La yegua quería correr, y Link se lo había permitido. Conocía el camino, y gracias a la tableta sheikah no se perderían al desviarse del camino para no llevarse accidentalmente a los otros viajeros por delante.

Él había resumido sus conversaciones con Epona. Viajaba solo por primera vez en semanas, y no estaba en absoluto contento con la idea. Cada ruido a su alrededor sonaba aún más alto ahora. Link había decidido evadirse de sus pensamientos sombríos prestando atención a todo lo que los rodeaba. Tenía experiencia con aquella técnica, así que no le resultó difícil retomarla.

—Me pregunto qué dirías, si pudieras hablar —murmuró Link, dando unos golpecitos en el lomo de su yegua—. Probablemente me maldecirías o algo así. Sé que crees que estoy loco. No hace falta que me lo digas.

Epona no emitió un solo sonido, y eso fue respuesta suficiente para él. Link contempló sus alrededores por enésima vez. Se encontraban al pie de la Meseta de los Albores, con sus gigantescas murallas derruidas. Había varios carros aparcados junto a la escalinata que llevaba a la cima. Al otro lado del camino se extendía un bosque, y Link podía escuchar el murmullo del lago Komolo, que fluía un poco más allá.

Diosas, qué solo se sentía. Echaba de menos a Tureli, que lo había distraído de sus pensamientos sin apenas esfuerzo. Incluso echaba de menos a Nyel, pese a haber pasado menos tiempo viajando con él.

«Tal vez sí que debería buscarme un escudero», pensó con una mueca. En el fondo Link sabía que nunca consideraría aquella opción de verdad; no podía soportar la idea de que otros murieran por él sin que pudiera hacer nada por evitarlo. ¿Y quién querría viajar con Link? Él era conocido en todo Hyrule por embarcarse en misiones suicidas. Solo un loco elegiría acompañarlo.

Link sintió un escalofrío de pronto, y se irguió más en la silla. Miró a su alrededor con disimulo. Había algo extraño. Algo que no estaba bien. O quizá fuera alguien.

Sí, eso era. Alguien estaba observándolo.

Link olisqueó el aire. No olía a monstruo, y sus alrededores estaban desiertos. Solo se oían los cascos de Epona contra el camino empedrado y el susurro del viento al acariciar las hojas de los árboles.

No parecía haber ningún monstruo escondido cerca de allí. Y no solían ser expertos en camuflaje, a excepción de los lizalfos. Los monstruos eran criaturas estúpidas.

Link no hizo que Epona disminuyera la velocidad. Eso alertaría a quienquiera que estuviera escondido. Y, si no tenía buenas intenciones, la desesperación podía llevarlo a atacar a Link por sorpresa, mientras él todavía desconociera el origen del peligro.

Entornó los ojos, fijando la vista en los arbustos frondosos que se encontraban en la linde del bosque. Escuchó el susurro de la maleza. Y luego vio algo oscuro moverse, ondeando al viento. ¿Una capa?

«No es un monstruo», comprendió entonces.

Chasqueó la lengua y guio a Epona en dirección al bosque, al galope. Atravesó los arbustos, pero allí no había nada. Avanzó por el bosque, buscando, agudizando el oído. No vio nada.

The Legend of Zelda: Tears of the KingdomDonde viven las historias. Descúbrelo ahora