Capítulo 20: Visiones

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Cuando su visión se aclaró de nuevo, Link ya no estaba junto a Impa, examinando el geoglifo. Dudaba estar en Tabanta, siquiera.

En cambio, estaba en medio de un bosque de árboles de tronco grueso. Tal vez el bosque estuviera en medio de la Llanura de Hyrule; no era muy frondoso. La hierba le llegaba por encima de los tobillos, y podía escuchar el canto de los pájaros, desde la copa de los árboles.

No había una sola nube en el cielo. Ni tampoco islas flotantes.

Pronto descubrió que no podía moverse. Era como si no estuviera del todo en aquel lugar. Solo podía observar.

«Una visión —comprendió—. Por una vez, los rumores son ciertos.» Supuso que lo único que podía hacer era esperar a que todo terminara. Intentaría grabar en su memoria todo lo que ocurriera en la visión. Sabía que Impa lo acosaría a preguntas cuando regresara a la realidad.

De repente hubo un destello de luz dorada, y una mujer apareció sobre la hierba.

«Zelda.»

Intentó moverse con todas sus fuerzas. Se debatió contra las ataduras invisibles que tenía alrededor del cuerpo. Todo fue en vano, así que tuvo que contentarse con la visón de Zelda.

Era ella de verdad. Parecía sana y salva. A juzgar por el resplandor dorado, aquello tenía que haber ocurrido justo después de que Zelda se precipitara al vacío, bajo el castillo. Había viajado en el tiempo gracias a la piedra secreta. Había acabado en el pasado.

En su puño cerrado, la piedra seguía emitiendo destellos. Ella llevaba sus ropas de viaje, nada de la toga zonnan con la que él la había visto sobre las murallas del castillo. Estaba ilesa. Inconsciente, pero ilesa.

—No deberías preocuparte tanto por mí —dijo una voz familiar entonces, interrumpiendo los pensamientos de Link—. No es la primera vez que salgo de cacería.

Dos figuras se acercaban al claro donde se encontraba Zelda. Una de ellas era fácilmente reconocible. Rauru no era un espíritu en aquella visión, pero caminaba con el mismo aire regio, aunque sus orejas estaban más relajadas. Una mujer caminaba junto a él, agarrada a su brazo.

Link estaba convencido de que no la había visto antes, y aun así sus rasgos le resultaron familiares. El rostro redondo, los ojos grandes y verdes, la nariz afilada. El cabello rubio cenizo le llegaba muy por debajo de la cintura. Una tiara descansaba sobre su coronilla, y su larga toga blanca con adornos zonnan no era muy distinta a la que le había visto a Zelda en su visión de la Isla de los Albores. Tenía pinturas tribales en los brazos. Una piedra dorada, igual a la piedra secreta que Zelda había encontrado bajo el castillo, pendía de un collar alrededor de su cuello.

Aquella mujer era la misma de los murales. La misma que aparecía en los santuarios, junto a la estatua de Rauru. Su esposa. Rauru había mencionado que se llamaba Sonnia.

Al ver su estatua, a Link le había resultado familiar, aunque en aquel entonces no había sabido decir por qué. Ahora, sin embargo, al mirar el rostro de Zelda y el de aquella mujer, el parecido era prácticamente indiscutible.

—No, no es la primera vez que vas solo de cacería —asintió la mujer. Su voz era suave. Amable—. Y tampoco es la primera vez que vas sin ningún escolta.

Para sorpresa de Link, Rauru hizo una mueca de fastidio. Sus orejas descendieron ligeramente. Era una expresión que él jamás habría esperado ver en el rostro de un ser que bien podría pasar por un dios. ¿Lo habría copiado de los hylianos, después de haber pasado tanto tiempo entre ellos?

—Estoy más que a salvo aquí —repuso Rauru—. Entre los tuyos.

—Permíteme dudarlo, querido. —Sonnia se inclinó para estudiar una flor más de cerca, sin soltarse del brazo de Rauru—. Llevas años aquí, pero si todavía crees que no corres ningún peligro es porque no conoces a los míos lo suficiente.

The Legend of Zelda: Tears of the KingdomDonde viven las historias. Descúbrelo ahora