CAPITULO IV

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CEMENTERIO EN NUEVA YORK.
1:00 Α.Μ.

Jirones de nubes se desplazan en lo alto, descubriendo una pálida y difuminada luna llena, cuya luminosidad bañaba, allá abajo, los terrenos arbolados de un camposanto, donde brotan entre el pasto infinidad de placas de mármol con las inscripciones que señalan quién está ahí enterrado. Y más allá, las viejas criptas familiares, de blanco lechoso, cubiertas de pátina, emergiendo entre estatuas de ángeles de expresiones adoloridas o de representaciones de la muerte, cubierta con su largo sudario y la capucha que oculta su rostro, mientras sus huesudas manos se aferran al largo mango de la guadaña.

Y ahi, de pronto, justo al ser tocada por la luz de luna, una reja de doble hoja de una de las criptas, de herrajes antiguos, ya mohosos, se abre lentamente con un crispante rechinido, para dejar al descubierto la oquedad que se delimita por el marco gótico de su puerta, a partir de la cual arrancan unos escalones desgastados que se pierden hacia abajo, a la más profunda oscuridad, justo en donde, de ahí, una figura blanca comienza a incorporarse, ascendiendo con una calma casi etérea; flotando más que pisando las desgastadas lajas de los escalones, hasta finalmente dejar la cripta y detenerse levantando el rostro hacia la luna y enfrentando asi la noche, mientras la brisa agita su larga cabellera rubia, casi blanca, y los faldones del largo vestido con el que fuera enterrada y que muestra ahi, a la altura del pecho, una mácula de sangre seca y oscura. Sus ojos de un azul intenso, destacan en las profundas ojeras que acentúan la palidez mortuoria de su rostro en donde su boca es una linea cruel que lo corta, con labios delgados, de un rojo intenso.

Es Nicole, que ahora, con igual lentitud, muy erguida, deja la cripta avanzando entre las tumbas y las esculturas de los monumentos mortuorios que se erigen fantasmales en aquel sombrio y solitario lugar. Ella camina, casi como flotando, con la mirada chispeante clavada hacia el frente y con una determinación absoluta, indiferente al frío y al viento que envuelve aquella noche de espectral luz de luna.

La joven muerta se va alejando por el camposanto, perdiéndose entre las lápidas y los árboles que crecen en el amplio terreno. Y asi llega directo ante las imponentes puertas de hierro labrado, que delimitan el lugar con la calle. Sin detener su paso, ella avanza, y de forma irreal, estremecedora, cruza entre los barrotes como una figura fantasmagorica, etérea, que se desvanece en la noche.

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Julia Goldinak dormia en su enorme cama, con un sueño inquieto. La oscuridad del cuarto era total, a no ser por una franja de luz que se filtraba por las puertas-ventanas, reflejando contra la alfombra el reticulado de la cristalera. Allá afuera se extendía la terraza, y desde ahi la impresionante vista de Nueva York de noche, con sus enormes rascacielos llenos de luz. Justo en aquella terraza, una tenue neblina comenzó a formarse invadiendo el lugar, cubriéndolo todo como un sudario. Y de ahi, precisamente, emergió con lentitud, flotando y viniendo hacia las puertas-ventanas, con un movimiento deslizante, cual si flotara, la figura de Nicole, la muerta.

El ventanal de doble hoja estaba cerrado. La muerta intentó abrirlo y miró hacia adentro con mirada salvaje, desesperada, gesticulando de manera dolorosa y horrible, crispando su boca para mostrar una hilera de dientes blanquísimos, afilados.

En la cama, la anciana permanencia dormida, aunque lo que soñaba le produjera una angustiosa inquietud, llenándola de zozobra.

Nicole, flotando ante el ventanal extendió sus manos, y sus uñas arañaron los cristales, produciendo un ruido rispido, estremecedor, mientras su voz, en un susurro escalofriante, demandaba adolorida:

-¡Abuela, ábreme...! ¡Soy yo, Nicole, tu nieta!

Ante el crispante y persistente arañar contra el vidrio, y el reclamo doliente de la muerta, la anciana despertó al fin, incorporándose para mirar hacia las puertas vidrieras, tras las cuales Nicole seguia flotando y rasguñando los cristales, demandando entrar, mientras su gesto se contraia en un rictus horripilante, para repetir lastimera, siseante:

El Principe Maldito- Adaptada.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora