CAPITULO X

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EUROPA CENTRAL
SIGLO XI

Kristof Benczúr llegó al medio día del tercer día al castillo. Las heridas habían cerrado y gruesas costras le cubrian el cuerpo. Estaba al borde de sus fuerzas. Había tenido la tentación de detenerse en la aldea en busca de alimento y descanso, pero consideró que aquello era arriesgado. Así que aprovechando un descuido pudo hacerse de algunas verduras que fue a devorar hambriento dentro del bosquecillo de arces que se levantaba a la otra orilla del río donde se erigia la fortaleza de los Ferenc. Si las instrucciones eran prechas, encontraría sin dificultad el pasadizo secreto que le llevaría tras aquellos imponentes muros. Así que se durmió unas horas para reponer un poco de fuerzas. Cuando el sol estaba a punto de ponerse en el horizonte, Kristof Benczúr dejó su escondrijo y cruzó la corriente del río, cuya agua le llegaba a la cintura. Así, empapado y aterido ganó la otra orilla y buscó hasta encontrar la entrada al pasadizo.

Cuando llegó a lo alto se topó con el muro posterior de la construcción de la capilla. Se movió con sigilo, vigilante, aferrando el bastón con ambas manos, dispuesto a sacar el estilete a la menor señal de peligro. Descubrió a los hombres que montaban guardia en las almenas. Fuera de ellos, en aquel huerto no había más almas. Momentos antes se había desatado una tupida nevada, lo que aprovechó el hombre para, también al amparo de las sombras que ya empezaban a invadir el lugar, moverse entre los árboles hasta llegar al torreón.

En sus aposentos, Rendor Ferenc y Elizabetha escuchaban preocupados la reseña de uno de los monjes sobre el estado de su hijo. El religioso mostraba su preocupación, pues el estado del rubio seguía agravándose. A medida que se iba yendo la luz del día explicaba, Jimin salía de su letargo para recuperar su fiereza, lanzando brutales maldiciones y amenazas que les atemorizaban. Sus ojos enrojecían y las pupilas adquirían un color similar al de las bestias. Habian empezado a notar unas protuberancias en sus encías, justo encima de los caninos, tal y como si estuvieran surgiéndole nuevos y afilados dientes. Y esto ocurría sólo durante las noches, pues al llegar la luz del día, caía en un sueño profundo, cual si estuviera muerto.

Por eso habían decidido hablar con ellos, pues al parecer las oraciones y las plegarias que constantemente elevaban al cielo no estaban dando resultados. Necesitaban a alguien más y de mayor investidura dentro de la Iglesia que viniera a auxilarles para sacar del cuerpo de aquel infeliz los demonios que lo poseían.

Elizabetha gemía con amargura y desconsuelo, y suplicaba a su marido:

-Debemos hacerlo, Rendor. ¡Debemos hacerlo antes de que sea demasiado tarde y perdamos su alma para siempre! - Rendor Ferenc apretó las manos de su mujer y asintió con gravedad, plenamente convencido y resuelto.

-¡Lo haré! Te lo prometo. Mañana mismo mandaremos emisarios a donde sea. Buscaremos al Obispo si es preciso, pero tomaremos las acciones que sean necesarias.

Se volvió al monje:

-¿Quién está con el, ahora?

-El Hermano Boris. Y su hijo no tarda en despertar. Justo lo hace cuando llegan las tinieblas.

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Jimin se retorció en el lecho, mirando con maligna astucia al amedrentado monje, y le habló zalamera, mostrando una desagradable sonrisa:

-¡Suéltame y haré lo que me pidas! Sé que me deseas. Lo veo en tus ojos. ¡Quita de ahí esos estorbos y libérame y seré tuyo!

Empezó a moverse con voluptuosidad. El monje sudaba y apretaba los ojos, persignándose repetidas veces y musitando oraciones con desesperación, tratando de alejar de sí los lujuriosos pensamientos que le torturaban. De pronto reaccionó cuando escuchó cambiar el tono del joven que preguntaba desconfiado:

El Principe Maldito- Adaptada.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora