𝕮𝖆𝖕𝖎́𝖙𝖚𝖑𝖔 50

146 17 1
                                    

𝐄𝐧𝐣𝐨𝐥𝐫𝐚𝐬

Mi esposa había sido de una gran ayuda esta semana. Su comportamiento adoptó cualidades típicas de una autentica enfermera. No me permitía la dicha de trabajar en nuestro hogar, incluso se encargaba de brindarme a la alimentación hasta la cama; en una ocasión de estos días me había atrapado alimentando a los caballos y me pidió amablemente—con algo de autoridad— que volviera a la cama.

La protesta y la batalla no terminó hasta hace tres días. Cuando mi buen amigo Grantaire me dio la noticia personalmente en el pórtico. Se habían perdido incontables vidas ante mis ojos y otras más en lo que acababa la masacre que ocurrió por defensa de nuestros derechos.

Defendí a un hombre que por poco moría apuñalado con una de las espadas de los soldados. Fue un mar de muerte; una protesta que no hacía más que exigir nuestra libertad contra la monarquía cuyos privilegios afectaban nuestros derechos y nuestra dignidad.

Hubo un momento en el que nos buscaban atrincherados en refugios improvisados, uno fue una biblioteca, y otro fue el honrado lugar de trabajo de un sastre de trajes finos que estaba en apoyo con nuestra causa. En este último lugar de reunión, algunos protestantes comenzaban a intercambiar confidencias, pues tenían la creencia de que en cualquier momento morirían.

Yo sin nada que compartir me impartí la tarea de ver por la ventana en caso de algún soldado nos descubriera. Un muchacho mucho más joven que yo comentó que tenía a su madre esperándolo en casa, otro comento que su hijo se encontraba estudiando en una ciudad en el extranjero y no lo molestaría con preocupaciones, y uno de los más viejos comento que no tenía nada que perder, pero moriría por la patria de su país. Yo no tenía interés en ser parte de la conversación, sin embargo, no estaba excento de serlo.

—¿Qué me dices tú, hijo? —me cuestiona el hombre de más edad—. ¿Tienes familia?

Sin desviar la mirada de la ventana, me limite a contestar.

—Tengo esposa.

—¿Hijos? —volvió a preguntar.

No mentiré que, en mi mente, esa pregunta se sintió un poco personal.

—No. Ella es todo lo que tengo.

—Debe estar muy preocupada por ti.
Solo asentí y mi mente se volvió blanco por un instante.

Esa oración me curveó los labios. Mi esposa era y es el más grande motivo de mi felicidad y de mi vida plena. Amo a mi florecita de campo. Y también... la echaba tanto de menos en esas horas largas de angustia.

Sé que ahora, afirmando las palabras de estos compañeros por la justicia, ella estaría preocupaba por mi bienestar. Yo estaba demasiado preocupado por ella, mucho más que por la manera en la que voy a salir de aquí. Errol estaba en el campo a unas millas de la entrada de la ciudad.

Tenia que llegar pronto a casa. No podía hacerle esto a Bernadette, no podría dejarla sola en este mundo. Moriré algún día, pero no será hoy y tampoco mañana.

Tomé el valor de salir de la improvisada trinchera en la que nos encontrábamos, estos hombres me advirtieron exclamando los peligros que hay afuera. No puedo evitarlo. Quiero llegar a casa. Quiero llegar con mi esposa.

Los guardias estaban dispersos por todo el territorio, pude escabullirme por algunos callejones. Presencie el arresto de otro civil, exclamando que era ajeno a las protestas de hoy.

"¡Yo no soy un protestante! !Dejenme ir!" Exclamaba mientras lo subían a la carreta, otros le apoyaban en coro expresando objeciones similares.

𝐇𝐚𝐬𝐭𝐚 𝐞𝐧𝐜𝐨𝐧𝐭𝐫𝐚𝐫𝐭𝐞 / 𝐄𝐝𝐝𝐢𝐞 𝐌𝐮𝐧𝐬𝐨𝐧Donde viven las historias. Descúbrelo ahora