Capítulo 32

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Existía una norma no dicha, pero que probablemente permanecía escrita en algún lado, de que estaba terminantemente prohibido el que cualquier mujer entrase en la zona de dormitorios del campus. No importaba que la susodicha fuese una vieja amiga de algún estudiante, o que formase parte de su familia más próxima. Ésta era una regla establecida para mantener cierto nivel de decoro para con la sociedad, y no debían hacerse excepciones. 

Al igual, pues, que en esos edificios más exclusivos, donde sólo las gentes de mayor solvencia económica podían rentar, estos dormitorios tenían un portero que se dedicaba precisamente a este cometido de decidir quién podía o no acceder a las plantas superiores, donde residían los estudiantes.

Victoria no tenía ningún problema con el portero. Nunca lo tuvo. Ni siquiera en esos primeros meses en los que era nueva en Ingolstadt y visitaba a Henry más a menudo.

Había porteros que, poniendo en riesgo su puesto de trabajo, estaban dispuestos a aceptar sobornos de los estudiantes para que se les dejase colar a sus parejas en la urbanización —honestamente, estos eran la mayoría, si se dejaba guiar por lo que Henry aseguraba—. Pero, en el caso de este dormitorio en concreto, a Victoria nunca se le pidió dinero alguno.

El portero de este edificio era un joven que, al parecer, había estudiado en esa misma universidad unos años atrás y no estaba muy de acuerdo con eso de seguir ciertas normas. Por eso, y aunque tampoco era cierto que hubiese establecido una anarquía total en su territorio, el susodicho tendía a hacer la vista gorda cuando se trataba de sus amistades, o de amigos de amigos.

Henry era una de esas personas que le caían bien y, puesto que Victoria también le era conocida porque asistía a esa misma universidad, daba la impresión de que el sujeto tenía aceptada su discontinua presencia en ese edificio. Y por ende, cuando la veía, lo único que hacía era saludarla como si se tratase de una residente más.

—Es una injusticia al completo —había sentenciado Henry ese día, una vez Victoria y él se quedaron solos en su apartamento—, ¡ni a mí me trata tan bien! Siempre que regreso tarde me anda preguntando que de dónde vengo y que qué horas son esas de llegar, que él también tiene un horario que cumplir.

—Ahora empiezo a entender por qué no echas de menos Ginebra —bromeó Victoria—. ¿Por qué habrías de hacerlo? Si ya tienes aquí el equivalente a una segunda madre que controla tus idas y venidas para que no te metas en líos.

—Para mí que lo hace porque le gusta estar enterado de la vida de la gente... Y no me quejo, en verdad, me ha hecho algunos favores y es de esos que disfrutan de una buena fiesta. Pero, realmente, creo que debes ser de las pocas personas a las que no les ha pedido o dicho nada impropio.

—¿Yo? Apenas hemos coincidido.

No, aparte de en este edificio, se habrían visto un par de veces a lo mucho y de pasada. Nunca se detuvieron a charlar, más allá del pertinente saludo. Más bien, Victoria se podría sorprender de que el portero tuviese tiempo para detenerse a conversar con cualquier persona que no perteneciese a su círculo.

—Será que le das miedo —sentenció Henry con sencillez, dando por zanjado el tema—. Él tampoco se atreve a bromear con ciertos maestros, más concretamente con aquellos que tienden a recurrir a las sanciones a la mínima de cambio.

—A mí no me ha dado esa impresión —Aunque, si era sincera, Victoria ni siquiera se había parado a considerar el trato diferencial que se ganaba por parte de ciertos individuos; concretamente aquellos que no la conocían mucho y por ende preferían no tentar a la suerte, guardándose las bufonadas para sí—. En todo caso, olvida a ese sujeto. Él no es el motivo por el que estoy aquí hoy.

La dama que se alzó de entre los muertos #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora