Capitulo 8. El castillo Magghio

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Entro a mi nuevo hogar; el castillo está lleno de polvo y las paredes parecen no haber sido limpiada en meses. No hay un solo cuadro por ningún lado, ni fotos, ni retratos, nada que indique que aquí vivió una alguna vez una familia feliz.

—Bienvenida —escucho cuando Darío abre la puerta.

Aunque esa palabra debe de hacerme sentir cómoda y confortable, lo cierto es que la asimilo más como una bienvenida al calabozo, como en las películas cuando los llevan a la cárcel y el guarda les dice: "Disfruten su estadía".

¡No puedo volver a llorar!

La cena culminó, mi familia me dio la bendición y me felicitaron por mi reciente matrimonio. Ahora soy Tatiana Magghio, esposa de el Sombrío.

Su presencia a mi lado es un recordatorio de mi noche desenfrenada y descabellada.

Anoche no sé qué me pasó. ¿Cómo es que pude involucrarme de esa manera con un completo desconocido? Lo triste y vergonzoso es cómo me comporté ayer con Darío al correr en dirección a mi casa. A casa de mis padres, más bien. Presiento que llamarla casa está errado. Ellos mismos me lo han hecho saber. Mis pertenencias serán enviadas mas tarde por mis padres, quizá mañana. No hay prisa, pues no saldré de aquí.

—Tatiana —Darío vuelve a dirigirme la palabra con su voz ronca y seductora.

—¿Qué pasa?

—¿Crees que puedas terminar de entrar? No voy a hacerte daño, no pretendo hacerlo.

—Soy tu esposa, así que tienes derechos sobre mí. —Aunque la boca me sabe ligeramente a sangre al decir aquello, lo cierto es que él se ha vuelto mi dueño y protector. Es mi poseedor.

—Tú... —Se rasca la barba de unos tres o cuatro días. Los vellos son oscuros. Con la luz del día, poseen los mismos reflejos que su cabello—. ¡Donatella! —Su rugido me exalta y casi me desmayo.

De inmediato, una señora entrada en edad aparece por la puerta que da a la parte de atrás, que supongo es la cocina o quizás el área de las amas de llaves. Con un castillo como este, se necesitan como mínimo tres personas para mantenerlo en orden y limpio.

—Señor —saludó la mujer sin sonreír y sin mirarme—. ¿Desea ver a Dante? Está casi dormido, pero estoy segura de que...

—Donatella, esta es mi esposa —Darío me señala y me siento cohibida al instante—. Ella será la señora de la casa. Lo que necesite, se lo das. Lo que pida, se lo consigues. Lo que quiera, se lo compras. ¿Soy lo suficientemente claro?

Sin esperar siquiera un segundo, la mujer contesta: —Sí, señor Darío. Como usted ordene.

Él camina hacia el segundo piso y sube unas escaleras que dan un pequeño giro casi al estilo caracol, pero más amplio. No sé si debo seguirlo o si dormiré en el ala de abajo. No me ha dicho nada.

—Tatiana —otra vez su voz es dirigida hacia mí. Doy un respingo—, acompáñame.

—Encantada de conocerla, señora Donatella —murmuro antes de comenzar a seguir a Darío escaleras arriba.

La mujer asiente y se va por donde vino.

¿Será que todos son extraños en esta casa? ¿O soy yo la que está intentando ver lo bueno de esta situación?

Subo los escalones y veo la silueta de Darío al entrar en una habitación. Entro detrás suyo.

Después de la boda, me puse un vestido rojo con beige, de estilo playero, con solo tiros rodeando mi cuello.

Dentro del castillo la temperatura está más caliente y acogedora. Una chimenea debe de estar encendida para calentar todo el sitio, pues afuera hace bastante frío.

El cuarto está pintado muy diferente a como estaba toda la casa. Las paredes tienen una especie de papel tapiz con barcos y mares dibujados.

—Quiero presentarte a alguien —Se acerca a la cuna y mi corazón comienza a latir, desbocado.

Esta es mi nueva normalidad.

Me acerco despacio. Mi vestido roza mis talones y mis sandalias, aunque son delgadísimas, comienzan a pesar en mis pies.

Este momento es indescriptible. Mi vida como madrastra empieza a partir de ahora.

—Este es Dante, mi hijo. —Saca al bebé de la cama; sus manos grandes se ven enormes alrededor del pequeño cuerpo regordete del infante.

Esbozo una sonrisa.

Mis pies se mueven. Sin poder ni querer evitarlo, me acerco a ellos, a esa combinación y pequeña familia que me ha adoptado como a un perrito de la calle. Que analogía tan patética. Sin embargo, no puedo dejar de sentir que él pagó por mí como si fuese un objeto.

—Hola, pequeño. Soy... soy...

Me quedo muda al no saber qué decirle. Los luceros de Darío se posan en mí y no dejo de mirarlo. Me siento hipnotizada y absorta en el color profundo de sus iris.

—Dante, ella es Tatiana. Estará contigo y conmigo a partir de hoy.

Suelto el aire que ni sabía que retenía y pestañeo para eliminar las lágrimas de las comisuras de mis ojos.

—¿Puedo cargarlo? 

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