Capitulo 21. Desperté

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Me despierto con los ojos pesados. La penumbra me rodea y la oscuridad toma, por lo visto, el control de mi visión. Me remuevo, incómodo, apresado e inmóvil en la cama donde estoy. Al intentar sentarme, mi cuerpo me grita que me detenga, adolorido y con pena. Gruño con molestia por ser incapaz de sentarme como siempre lo he hecho.

—Tranquilo, hermano, con calma. Todo estará bien. Llevas mucho tiempo dormido, es justo que te sientas un poco mareado. —Es Dawson quien se ubica a mi lado.

—¿Qué sucedió? —cuestiono.

Mi hermano me ayuda a sentarme en la cama con la espalda medio enderezada. Sacude la almohada y la coloca detrás de mí con un movimiento suave y delicado.

—Te sometiste a la cirugía, pero lo importante es que estás bien. Eso es lo que me importa para mí. —Escucho el crujir de la silla cuando él se sienta.

Mis ojos pesan y la cabeza me vibra.

—¿Intuición de gemelos, a lo mejor? ¿O tal vez estás preocupado por tonterías y simplezas?

—Buenos días —interrumpen justo cuando voy a responderle a Dawson—. Veo que ya estás despierto. —David se acerca para abrir mis párpados e iluminarlos con una linterna.

Aún estoy adormecido. Sin embargo, algo se detona en mi cerebro. Confundido, analizo la situación. No veo la luz. El brillo de la linterna no me molesta, arde o provoca que desee apartar la mirada.

Cuando Dawson acomodó la almohada, lo oí, lo sentí, pues estaba lo suficientemente cerca para hacerlo. Reconocí sus voces, tanto la de Dawson como la de David... pero no los vi. En ningún momento los vi.

—Pero ¿qué...? —Le doy un manotazo a David y oigo cómo la linterna cae en la baldosa de la habitación con un estrépito.

Toco mi rostro, asustado.

Al principio creí que solo era una venda que tenía puesta sobre mis ojos, una de las que se utilizan después de una cirugía en la cabeza, para ser exactos, una intervención en el cerebro.

David es neurocirujano especializado; me preparó para todo lo concerniente a los días previos y posteriores a la intervención quirúrgica. Me informó que, por seguridad, me colocarían una venda en la cabeza, la cual iría desde la nuca hasta la frente para proteger la incisión y sutura.

La cabeza me pesa y me molesta como si fuese una tonelada de cemento que un camión de construcción hubiese dejado caer sobre ella. Comienzo a sentirme mareado y fuera de mi centro. Parpadeo, molesto e incómodo para buscar la manera de que la sombra y la tiniebla se vayan de mi visión. Nada pasa. Sigo sin ver más que sombras y movimientos.

—Debes decirme todo lo que sientes, Darío. Debes contarme a partir de ahora, durante el tiempo que estés en la clínica, tanto en observación como en una habitación básica. Nada estará de más. Si sientes náuseas, me comentas. Si te molesta o pesa la cabeza, también. El más mínimo detalle, por más simple que te parezca, debes contármelo.

—¿Que te diga? ¿Eso quieres? ¿Acaso no notaste que no veo ni una mierda? ¡Joder! ¡No veo nada!

—¿No puedes verme? —inquiere entre confundido y preocupado.

—¿Qué pasa? ¿Cómo es que no puede ver? ¿Es eso normal? —pregunta mi hermano. Lo reconozco de inmediato por su voz.

Su presencia —él en sí mismo, aunque no lo vea— la siento. Sé que está ahí y no necesito mis ojos para que su presencia sea casi palpable. Nuestra conexión siempre ha sido así: tan real, honesta, sencilla y natural. Supongo que por ese motivo la traición con Ariana me afectó tanto.

—¿Puedes ver esto? —Vuelve a abrir mis párpados y busca algo que no descifro.

Lo cierto es que no veo nada, no más que un flujo de destellos, de luz. Sombras en movimiento. Todo lo demás es completa oscuridad.

Recuerdo el momento exacto cuando David, con la mascarilla quirúrgica puesta sobre su rostro, cubriendo su nariz y su boca, me miró y me dijo que iban a proceder a colocarme una mascarilla transparente y plástica para poder anestesiar mi cuerpo antes de la intervención de mi nervio atrofiado por la caída desde el segundo piso del castillo.

Aún Arianna, después de muerta, continúa, de una manera retorcida y cruel, manejando mi existencia. Ella se lanzó, se tiró sin importar que su hijo acababa de nacer, de llegar a este mundo para ser amado. El doctor que recibió a Dante en el castillo, luego de cuatro horas de parto, determinó que todo fue una depresión que no se había detectado a tiempo. Ella se suicidó. Y yo intenté alcanzarla con torpeza, mas no lo logré. Ella cayó desde el segundo piso y su nuca aterrizó sobre una de las rocas que adornaban el jardín que yo le mandé a plantar. Seguí su trayectoria, pero al ir consciente de la caída, tal vez porque mi intención no era morir y dejar a mi hijo desamparado, o a lo mejor por que no era mi tiempo de perecer, no morí como ella. Me golpeé duro y de lleno con las regaderas. No obstante, sobreviví. Con el pasar de los días comencé a experimentar los dolores incesantes de cabeza y la pérdida de memoria.

—No veo nada, David, solo sombras. ¿Qué significa esto? ¿Me quedaré así? —indago a punto de perder la cordura.

¿Hace cuánto fue la cirugía?

Mi último pensamiento, al menos el que recuerdo, fue Dante. Su primera sonrisa, su pelo oscuro, sus ojos azules y su mirada brillante. Me miraba con amor cuando me acercaba, como si yo fuese la mejor persona del mundo. Su inocencia y su amor incondicional sin pedir nada a cambio.

—Acabas de recuperar la consciencia. Voy a monitorearte las primeras veinticuatro horas. Veremos cómo evolucionas...

—Dime qué demonios sucede. ¿Es acaso esto parte del proceso? ¿De la recuperación? ¿O es que perdí la vista definitivamente? Más te vale que seas honesto conmigo. No redundes, no necesito tu preocupación.

—Darío, creo que debes tranquilizarte. —Mi hermano se coloca a mi lado y aprieta mi hombro derecho con suavidad.

—¡No eres tú que no ve nada! ¡Tengo un hijo! ¿Cómo se supone que lo veré crecer? ¿Cómo podré abrazarlo antes de que caiga al suelo cuando tropiece con sus pies? ¿Cómo haré para estar en cada instante de su vida?

—Darío, esto era parte de los riesgos que te comenté antes de pautar una cita para la cirugía. Te advertí que algo así podía suceder. Lo bueno es que, de momento, parece ser que el nervio atrofiado está reparado...

—¿Y qué? ¿Se supone que debo sentirme bien con eso? ¿Se supone que eso debe tranquilizarme? ¿Eso debe darme consuelo? ¡Es basura! ¡Una mierda! ¡Una jodida mierda! —grito, desahogándome.

Esto me supera.

Mis manos tiemblan. Estoy seguro de que, de haber podido ver a David, mi puño ya hubiese estado estampado en su rostro.

—David, creo que será mejor que te retires. Déjanos un rato a solas. Sé que hermano necesita descansar.

—Volveré dentro de una hora. —contesta el susodicho antes de oír el sonido de la puerta al cerrarse.

Estoy jodido.

He quedado ciego.

Después de tanto, después de todo lo que he hecho para estar constante y presente en la vida de Dante, he fallado.

La imagen de Tatiana aparece en mi cabeza; sus ojos marrones brillantes, su boca peligrosa y tan tentadora. Acabo de contraer matrimonio y ya represento una carga para mi esposa.

—No te tortures sin razón, Darío. Conozco esa cara. La conozco desde que éramos niños y teníamos exámenes. Todo saldrá bien. No te desesperes ni angusties.

—¡¿Cómo quieres que no me angustie si soy un maldito ciego?!

No hay manera.

En vez de ayudar a mi hijo, a mi esposa, a mi familia... la cagué, y a lo grande.

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