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Salma Martínez, 11:12 a.m.

El sonido de un teclado fue lo primero que escuché al despertar.

Apenas abrí los ojos lentamente, la luz de la mañana se filtraba a través de la gran ventana del balcón, dándole a la habitación compartida una sensación de tranquilidad que contrastaba con mi interior.

Lo primero que vi fua a Maya, sentaba en su escritorio, tecleando con rapidez en su laptop.

Me di la vuelta en la cama, intentando resistir el impulso de despertarme del todo, pero el nudo en mi estómago me recordaba lo que había pasado anoche.

Me froté los ojos, recordando de golpe todo lo que había pasado el día anterior.

Lamine. La pelea. Los gritos. El beso. Mi torpeza, y sobre todo, lo que sentía por él, algo que no quería aceptar.

¿Cómo podía haber terminado así?

Sentía que no avanzaba, que siempre tropezaba con los mismos miedos, las mismas dudas.

Y ahí estaba él, complicándolo todo con su presencia.

Suspiré profundamente, sabiendo que lo primero que tendría que hacer hoy era enfrentarlo.

—¿Qué haces tan temprano? —mi voz salió ronca por el sueño.

Maya pegó un pequeño brinco, interrumpiendo su tecleo frenético.

Se giró en su silla y me lanzó una mirada comprensiva, esa que solo ella tenía cuando sabía que algo me estaba comiendo por dentro.

—Perdón si te he despertado. Estoy preinscribiéndonos en el instituto de la Masía. El año empieza pronto, ya sabes... muchas cosas que organizar. —Intentaba sonar casual, pero algo en su mirada me decía que sabía perfectamente lo que estaba pasando por mi cabeza.

—Ah, ¿sí? —pregunté, intentando distraerme del torbellino de pensamientos que me golpeaban. Me incorporé lentamente en la cama, el frío del suelo bajo mis pies me devolvió a la realidad de golpe—. Maya, ¿qué hora es?

—Más tarde de lo que te gustaría —respondió.

—Joder.

Maya deslizó la silla hasta mi lado, dejando la laptop atrás.

Me miró en silencio por un segundo, su expresión suave, casi maternal.

Era como si no necesitara preguntar para saber lo que me rondaba la mente.

Sin decir nada, se sentó en la cama junto a mí.

—Tenemos que bajar a desayunar. El entrenamiento mixto es en nada, y si no comes, vas a morirte antes de la primera vuelta. No hemos entrenado en semanas, va a ser duro.

Suspiré, sintiendo cómo la presión de la mañana se acumulaba en mi pecho.

Sabía que tenía que hacerlo, que no podía seguir escondiéndome de lo que pasó, pero el simple hecho de pensar en verlo de nuevo...

Lamine no desaparecía de mi mente.

Ella me sonrió con ese aire protector.

Era mayor que yo por unos meses, pero siempre se sentía como si fuera mi hermana mayor.

Era mi refugio, mi familia. En ella confiaba más que en cualquiera, incluso más que en mis propios padres.

—Va, Salma. No te voy a dejar aquí. —Maya me miró con firmeza, levantándose de la cama y estirando la mano para jalarme—. O bajas por las buenas, o te arrastro.

𝟑𝟎𝟒 • 𝕷𝖆𝖒𝖎𝖓𝖊 𝖄𝖆𝖒𝖆𝖑Donde viven las historias. Descúbrelo ahora