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Salma Martínez, ese mismo día, 20:11 p.m.

¿Dónde estaban todos cuando más los necesitaba? 

Me sentía atrapada, sin nadie a quien acudir. 

Maya había desaparecido. No sé nada de mi familia desde hace semanas. No tenía a quién acudir ahora, cuando más necesitaba un hombro en el que llorar.

Volvía a quedarme sola.

Y me lo merecía.

¿Por qué no podía dejar las cosas fluir? ¿Por qué no podía dejar de obligarme a mi misma a ser y comportarme como alguien que no soy yo realmente? 

Quiero un abrazo de mamá. Lo necesito. 

De esos abrazos reales que desde que era niña jamás me había vuelto a dar. 

Porque yo no era capaz, y ella tampoco. 

También quiero sentirme apoyada por papá alguna vez.

 Mi héroe de la infancia, o por lo menos lo pintaban así, y quién ahora no pasamos de algo más que un ¿Qué tal todo?

Pero ahora ambos están a 350,7 km de mí. 

A 3h y 31 min que les cuesta coger el coche y venir a verme. Pero se limitan a llamarme cada que se acuerdan de mí. Una llamada de cinco minutos, que domina el silencio incómodo.

Estaban muy lejos, no solo en la distancia física, sino en una distancia emocional que parecía imposible de salvar. 

Siempre estaban ocupados, siempre había algo más importante que hablar conmigo, que prestarme una mínima atención. Y yo, en lugar de intentar acercarme a ellos, simplemente lo había aceptado. 

Quizá yo tampoco había hecho lo suficiente por ellos, pero no podía evitar sentir que me habían dejado sola mucho antes de que yo decidiera dejar de intentar.

Tenía un objetivo, y era sacar a mi madre de aquella casa. Y lo iba a conseguir.

Y a menos de cinco metros, probablemente tenía a alguien que sí estaba dispuesto a darlo todo... por mí. 

Maya se había ido. Sin avisar, sin decir nada, sin si quiera mirarme  a la cara, de nuevo. 

Y después, estaba Lamine, que yo lo había echado, mirándolo a los ojos, viendo a través de sus ojos oscuros se corazón romperse en pedacitos tan pequeños que parecía imposible volver a juntarlos todos pieza por pieza.

Joder, no podía seguir pensando en eso.

No había salido de mi habitación desde que lo hizo Lamine, mi ricitos.

Había pasado el día entero llorando, sintiéndome la peor persona que jamás había existido. Me hundí en la cama, donde llevaba horas, con la almohada empapada y el cuerpo entumecido por estar siempre en la misma posición. 

El nudo en mi garganta no había hecho más que crecer, y mis sollozos aún resonaban en las paredes vacías.

Cualquiera que hubiera pasado por la puerta me habría escuchado.

 El silencio de mi habitación me resultaba insoportable, pero al mismo tiempo me aferraba a él, como si fuera un castigo que me merecía.

Esto es mucho peor que los castigos Fantasy.

Dejé escapar un suspiro tembloroso y me acurruqué bajo la manta, sintiendo cómo las lágrimas volvían a brotar de mis ojos sin que pudiera hacer nada para evitarlo. 

Cerré los ojos, intentando encontrar consuelo en la oscuridad, pero lo único que vi fue la expresión de Lamine cuando me miró por última vez antes de marcharse. Decepción.

𝟑𝟎𝟒 • 𝕷𝖆𝖒𝖎𝖓𝖊 𝖄𝖆𝖒𝖆𝖑Donde viven las historias. Descúbrelo ahora