35. CONSEJO

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Ilán

Antes de que Heidi se despierte, me levanto de la cama. No estoy arrepentido de haberle confesado mis sentimientos, pero sí avergonzado. Ella no lo quiso creer, yo tampoco pienso repetírselo de forma tan directa, pues sé que solo voy a ocasionar que me rechace más.

Que lo sepa es más que suficiente.

—Señor Kingston, buenos días —me saluda Ovidia cuando yo bajo. —¿Desea algo para el desayuno?

—Solo quiero un café — respondo y ella se marcha a la cocina.

Me voy a la sala, en donde hago la llamada que debo hacerle a Atticus para informarle que todo ha salido a pedir de boca como él lo quiere.

—Todo está...

—¿Qué hiciste, Ilán? —me suelta enfurecido. — Acabo de enterarme de la mierda que hiciste en lugar de hacer lo que te pedí a la hora en que ordené.

—Ah, ya lo supiste —digo con una leve sonrisa. — ¿Por qué te molestas? Hice lo que tenía que hacer. Solo fue un pequeño desvío.

—En estos momentos yo debería estar siendo el centro de atención de los medios, pero ahora las malditas noticias están plagadas de ese puto edificio y de la desaparición de esta maldita zorra y... ¡¿Por qué lo hiciste?!

—Por nada que tenga que ver contigo —respondo sin aletarme por sus gritos.

—¿Por qué eliges hacer estas cosas sin consultarme y justo cuando mi candidatura pende de un puto hilo? ¿Qué te sucede?

—No va a volver a pasar —le aseguro. —Luego te llamo, no estoy ahora para tus reclamos. Hice mi trabajo, ¿no te gusta? Ese es tu puto problema. Adiós.

Le cuelgo la llamada. Atticus seguramente va a hacer algo para darme un escarmiento y no volver a llamarme, pero me tiene sin cuidado. Apenas y puedo superar la frustración de no haber podido torturar más a ese maldito malnacido, y mucho menos de no haber podido matar a ese estafador porque todavía nos sirve.

¿Cómo puedo desquitarme?

—Señor, su café— me dice Ovidia cuando voy a la cocina. — Se lo iba a llevar, ¿no quiere...?

—No, me lo voy a tomar aquí —le digo mientras me siento en una silla de la isla.

— De acuerdo, señor.

Le doy tragos lentos al café, el cual está amargo, pues lo odio con azúcar.

A los pocos minutos escucho que alguien baja las escaleras. Volteo hacia estas y veo que es Heidi, que está vestida de una manera sencilla, pero se nota que pretende salir de la casa. Al verme, las mejillas se le colorean, pero avanza con decisión hacia la cocina.

—Buenos días —le dice a Ovidia.

—Buenos días, señora Kingston —le responde mi empleada con tono seco, lo que hace que Heidi la mire con tristeza.

Estoy a punto de intervenir, pero entonces mi esposa me indica con la mano que me detenga.

—Te quiero pedir una disculpa —dice, lo que hace Ovidia frunza el ceño. — Quería hacerlo sin que este sujeto esté presente, pero dado que se va a quedar como una pegatina en esta casa y no voy a tener la ocasión de hablar, pues lo haré frente a él. Te quiero pedir una disculpa por cómo me comporté, por cómo las engañe. No me arrepiento por la parte que a él respecta. —Me señala.— Pero me arrepiento por haberles utilizado.

<<Es tan cínica>>, pienso divertido.

—No, no se preocupe, señora Kingston —dice Ovidia. —Yo...

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