Capítulo 20: Esclava de la luna.

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Naminé llevaba horas sumida en un sueño inquieto. La habitación, oscura y silenciosa, se movía al ritmo de su respiración agitada. Las cortinas de la ventana dejaban pasar un tenue rayo de luz lunar, que se filtraba como una serpiente sigilosa hacia su cama. La luna llena dominaba el cielo, poderosa, omnipresente.

Fue la sensación de algo frío y extraño lo que primero perturbó su inconsciente. No era el aire de la noche, sino algo más profundo, como si la luz misma la tocara. Un escalofrío recorrió su columna vertebral, pero Naminé no despertó. Aún no. Un zumbido agudo comenzó a invadir su cabeza, como el lamento de una criatura lejana. La claridad plateada de la luna se intensificaba, acariciándole la piel con una insistencia antinatural.

De repente, sus ojos se abrieron. Sin motivo aparente, su cuerpo la traicionó y comenzó a tensarse bajo las sábanas, como si algo, o alguien, estuviera sujetándola. No podía moverse. Solo sus ojos, muy abiertos, recorrían la habitación, buscando una explicación. Pero todo seguía igual. Excepto la luz. Esa maldita luz, que en ese momento, parecía vibrar, como si tuviera vida propia. Se colaba entre las rendijas de las cortinas, directa hacia su rostro, cegadora, despiadada.

El mareo volvió de golpe, más fuerte que antes, y Naminé sintió que el estómago le daba vueltas. Quería gritar, pero su garganta estaba seca, atenazada por un miedo visceral, un miedo que no comprendía pero que la devoraba desde dentro. La luz parecía estar invadiéndola, llenando cada rincón de su ser, como si quisiera extraer algo de ella.

De repente, una presión invisible la obligó a sentarse. Sus movimientos no eran propios, como si algún poder externo guiara sus extremidades. El zumbido en su cabeza se intensificaba, y sus manos temblaban, crispadas, mientras se apoyaba en el borde de la cama. La luna, desde lo alto, se mostraba en toda su gloria, pero había algo extraño en ella. Un brillo maligno, una presencia que la llamaba, que la exigía.

Naminé se levantó, tambaleándose, con los ojos fijos en la ventana. Cada paso la acercaba más a esa luz fría, que la envolvía, que la devoraba. Quería resistirse. Quería correr. Pero no podía. Algo, algo monstruoso y antiguo, la arrastraba hacia ese resplandor pálido, y con cada segundo que pasaba, el miedo en su pecho crecía hasta convertirse en puro terror.

Al llegar a la ventana, sintió que su piel comenzaba a arder. No era calor lo que sentía, sino un ardor que provenía desde el interior. La luna la estaba consumiendo. Quiso apartar la mirada, pero su cuerpo no respondía. Y entonces, lo comprendió. La luna no la iluminaba: la reclamaba.

Con su fino pijama y descalza, no sintió el frío del suelo bajo sus pies mientras se dirigía, como en trance, hacia la puerta de su habitación. El tiritar de sus manos se apagaba conforme la luna la llamaba, y sus pasos, antes tambaleantes, se volvieron cada vez más seguros, más decididos. Bajó las escaleras sin una palabra, sin un solo sonido. La casa dormía, ignorante del horror que se estaba desatando bajo la luz nocturna.

La puerta principal cedió ante sus dedos fríos y temblorosos. El viento nocturno acarició su piel desnuda, pero ella no se estremeció. La luna llena, implacable en el cielo, bañaba todo con un resplandor fantasmagórico, y su luz envolvió a Naminé tan pronto cruzó el umbral. La calle, vacía y silenciosa, se extendía ante ella como un sueño inquietante.

A medida que la luz de la luna la alcanzaba, algo en ella comenzó a cambiar. Primero fueron sus ojos. El azul profundo de su mirada comenzó a oscurecerse, diluirse, como si algo desde dentro la estuviera consumiendo. Sus pupilas se contrajeron en finas rendijas y el iris adquirió un brillo dorado, incandescente, que reflejaba el mismo fulgor de la luna en lo alto. No era solo un cambio de color. Sus ojos eran inhumanos, parecían ver más allá de lo que cualquier mortal podría percibir.

Dolwill: El peón.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora