Capítulo 40: Invocando al deseo.

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En medio de la oscuridad, la respiración de María se volvió más lenta. Cayó en un sueño profundo. Las pesadillas comenzaron a invadir su mente de inmediato, como monstruos que se arrastraban por los rincones de su subconsciente.

Las imágenes surgieron en su mente como relámpagos, fragmentos de horror que se clavaban en su imaginación. Se vio a sí misma, pero no como era en ese instante. Su rostro cambió, envejeció a una velocidad espantosa. Sus hebras oscuras se tornaron grises, y luego blancas, en un abrir y cerrar de ojos. La piel se le arrugó, se volvió frágil, como si estuviera hecha de papel viejo, y empezó a caer en tiras, mostrando la carne podrida y los huesos debajo.

María intentó gritar, pero ningún sonido salió de su garganta. El horror la mantenía paralizada, obligándola a mirar cómo su propio cuerpo se descomponía ante sus ojos. Sus manos se convirtieron en garras huesudas y temblorosas, sus uñas se rompían y caían al suelo como fragmentos de vidrio.

La imagen cambió de nuevo. La habitación que la rodeaba parecía desvanecerse, y en su lugar, aparecieron cuerpos. Los rostros de las personas que conocía, aquellos que alguna vez había visto en el pueblo, yacían en el suelo, con los ojos abiertos y las cuencas llenas de sangre, fijos en algún punto en el techo. Con las bocas abiertas en un grito que supuso, fue desgarrador. La sangre manchaba las paredes. Alguien había querido pintar una historia de muerte con brochazos torpes y desesperados.

María abrió los ojos de golpe, incapaz de distinguir si seguía soñando o si las imágenes que la rodeaban eran reales. El sudor frío le corría por la espalda mientras se incorporaba en la cama, temblando. La habitación era arrancada de un cuento de terror.

Las paredes estaban cubiertas de grietas, y un papel tapiz desgarrado colgaba en tiras, con manchas oscuras debajo. Las luces parpadeaban, iluminando el espacio con un resplandor enfermo. La madera del suelo crujía bajo sus pies. Algo debajo intentaba liberarse.

María se levantó descalza y empezó a caminar por la habitación, a pesar de que el miedo no la abandonaba. Sus fosas nasales se llenaron de un olor metálico, un aroma que reconoció de inmediato: sangre. Se estremeció, y aunque quería salir corriendo, había pasado por demasiadas cosas como para huir.

Al girar la cabeza, vio el espejo en la pared, y lo que reflejaba la hizo detenerse en seco. Su rostro, que debería haber sido el suyo, estaba irreconocible. La piel pálida y arrugada, colgaba en tiras desiguales, como en su sueño. Sus ojos, hundidos y sin vida, la observaban desde el otro lado del espejo, fijos en ella como los de un cadáver. Los labios agrietados y oscuros se curvaban en una mueca de terror.

—¿Quién coño eres? —susurró. Extendió una mano temblorosa hacia el espejo, intentando tocar la imagen y convencerse de que no era real.

El reflejo no se movió, permaneció mirándola, inmóvil. La boca del reflejo comenzó a moverse, y María vio cómo sus propios labios se torcían en una sonrisa macabra. Sonreían los dos iguales.

La madera del suelo se agrietó, dejando escapar un vapor oscuro y que olía al averno. Las luces parpadearon más rápido. Crearon destellos que hicieron que la habitación se convirtiera en un caleidoscopio de sombras y terror.

María retrocedió, pero sus piernas se sentían pesadas. El espejo seguía mostrando su imagen distinta, y aunque intentó apartar la vista, los ojos del reflejo la seguían, fijos en ella, clavados en su alma.

Las risas opacaron el silencio de la habitación sin tener un rumbo al que dirigir la mirada para encontrarlas. Eran risas huecas, sin vida.

María gritó. Gritó con todas sus fuerzas y pidió misericordia a los Dioses, pero tras acostarse con un demonio, ninguno quiso rescatar su alma. El espejo continuó mostrándole la versión de sí misma que no quería aceptar: la imagen de su propia muerte, de su futuro descomponiéndose ante sus ojos. Como una humana. Como cualquiera que lea esto dentro de muchos años.

Dolwill: El peón.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora