Capítulo 41: La creación del fin.

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Las manos de Damon se deslizaron por el contorno de las curvas de María. Ella veía a Érebos cuando cerraba los ojos, mientras que Damon observaba el mar azul que se encerraba en la inocencia perdida de Naminé.

Como un animal sin raciocinio sacó la lengua y la deslizó hacia sus pechos. Los estrujó. Las manos de Damon, grandes y venosa cubrieron sus senos y los reclamaron suyos con una fiereza única. María gimió y se atrevió a mirar a la Soberbia a los ojos. La mirada de Damon, juzgando con solo un pestañeo, estaba incendiada y hundida en el infierno que suponían sus más oscuros y cárnicos deseos. Sus colmillos rozaron la piel de la periodista y dejaron rasguños con sangre que lamió con un gusto infernal. El piano empezó a sonar a sus espaldas y la melodía acompañó cada movimiento de Damon. Alrededor de ellos, todo se oscureció y para María no existía nada más que la silueta de Damon marcada por el color de las velas. Ese rojo que se clavaba en su pensamiento hasta confundir amor con deseo.

Junto con sus fieras caricias, la lengua lo acompañó. Abrió sus piernas y María se vio arrancada de la realidad. Gritó cuando la lengua y los labios de Damon rodearon su clítoris. Su técnica la elevó mucho más allá del cielo, donde Damon sabía bien que en algún momento había pertenecido antes de que lo echaran como a un perro.

Rodeó su clítoris con la lengua y absorbió. Apretó con los labios y rozó con los dedos por su coño hasta abrir sus labios de par en par. Pasó un dedo, dos y tres. Se deslizó por la humedad que estaba provocando en su interior y sediento, bajó para ahogar su sed de placer.

No pudo callar los gritos de María y tampoco quiso hacerlo. Levantó su mirada azul hacia ella y la vio retorcerse de placer. María cerró los ojos, movió la cintura y arañó el suelo hasta romper aquel dibujo que ataba en un principio a Damon, pero que en ese momento, la tentación y lo que le ataba, despertaba entre sus piernas.

Como un ángel del infierno dispuesto a esculpir en su interior cascadas de deseo, la lengua de Damon se escurrió y conoció cada recoveco de su piel. Se alargó más allá de lo que un humano podría conseguir y tocó ese punto mágico en el que vio que la joven se retorcía de placer. Quiso cerrar sus piernas, pero él le azotó los muslos para que se mantuviera abierta. La intensidad de Soberbia era única y solo con su lengua, la estaba haciendo sudar, arañar el suelo y maldecirse a sí misma por disfrutar con el hijo del hombre que amaba.

Damon absorbió cuando el squirt de María le mojó el rostro. Bebió de su licor como un alcohólico y la volteó solo para dejar golpes certeros en sus nalgas. Observó el rojo de su piel y pasó los labios para que, junto al escozor, sintiera sus besos. Sin embargo, no se detuvo y volvió a golpear. Control, dolor y placer. Tres objetivos que, junto a la intensidad, definían a Damon. Ató sus manos con unas cadenas de hierro que aparecieron al chasquear los dedos. Se los levantó y la dejó completamente expuesta. Tiró de las cadenas y sus muñecas dolieron lo suficiente para que supiera, que no debía moverlas.

María gimotea bajo sus dedos y cuando se hundieron en ella, tocando por donde él ya había probado, no consiguió soportarlo. Sabía donde tocar, que puntos apretar, donde rasgar, golpear. El cuerpo de Damon se veía como un dios del pecado. Cada músculo de su cuerpo se marcaba con el sudor y el color rojo que emanaba de las velas y de sus propios ojos que seguían sin verse azules o inocentes. Con al mano le cubría todo el coño y María comprendió de dónde salía el fetiche de algunas mujeres por las manos grandes y venosas. Lo terminó de comprobar cuando Damon le rodeó el cuello y usó sus dedos como un bonito collar de tortura que la dejaba sin aire y la soltaba a su voluntad, siguiendo el vaivén de los movimientos que sus propias paredes vaginales le entregaban, apretando sus dedos.

Tiró de su pelo, bajó su rostro y la dejó con el culo en pompa. Miró la creación que había dejado con los golpes, las marcas que había dejado sobre su preciada piel perfecta y con una sonrisa, clavó sus dientes en lugares estratégicos para que luego no pudiera sentarse. Lamió más allá de sus nalgas y las abrió para inspeccionar cada agujero con la lengua. A ese punto, María temblaba y lloraba. La pasión, la intensidad y las ganas aumentaron tanto en su cuerpo que los fluidos empezaron a recorrerle las piernas y morían en el suelo.

Dolwill: El peón.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora