Capítulo 23: Doppelgänger

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María Flitz abrió los ojos de golpe, jadeando. Su cuerpo estaba cubierto por una fina capa de sudor frío. La oscuridad de la habitación la envolvía, pero lo que más la aterrorizó fue el silencio, un silencio tan denso que parecía pulsar alrededor de ella como un ser vivo. Parpadeó un par de veces, intentando enfocar su vista, y fue entonces cuando vio el horror.

Cuerpos. Cuerpos desmembrados colgando de las paredes como grotescas piezas de carne con los ojos vacíos mirándola. Sangre, fresca y espesa, goteaba lentamente desde las extremidades mutiladas, formando pequeños charcos que parecían extenderse hacia ella, como si quisieran tocarla. El ambiente impregnado de un hedor metálico y dulzón, el olor inconfundible de la muerte.

Intentó moverse, pero su cuerpo no le respondía. Estaba atrapada en un estado de seminconsciencia, entre el sueño y la vigilia, y no podía hacer otra cosa que observar. La cama era suave, cálida, pero lo que la rodeaba era todo menos reconfortante.

En el rincón de la habitación, pudo distinguir una figura que estaba parcialmente oculta en las sombras: un hombre con la garganta abierta, trataba de sujetar la herida, con los ojos desorbitados, como si el último segundo de vida hubiera quedado atrapado en su rostro.

María sintió que las náuseas le subían por la garganta. Por el terror y el asco que la hizo estremecerse. Las paredes estaban cubiertas de símbolos dibujados con sangre, figuras que se retorcían como si quisieran escapar del material viscoso con el que habían sido trazadas. En la esquina, una mujer de cabellos largos y oscuros colgaba de un gancho que atravesaba su espalda, su boca permanecía abierta en un grito silencioso, con los dedos estirados como si estuviera intentando alcanzar algo, cualquier cosa, para liberarse.

—No... —susurró María. Intentó convencerse de que aquello era solo una pesadilla, que en cualquier momento despertaría, que volvería a la realidad.

Pero no era un sueño. La realidad de Dolwill era más cruel que cualquier pesadilla. Intentó moverse nuevamente, y esta vez, el peso a su lado le recordó que no estaba sola.

Él estaba allí, a su lado. Su piel fría rozó la suya. Érebos estaba tranquilo, como si estuviera durmiendo plácidamente, ajeno al horror que los rodeaba. María giró la cabeza lentamente. Se encontró con sus ojos y el terror que sintió fue mayor. Érebos estaba despierto. La miraba con esos ojos marrones e intensos que a veces la hacían suspirar. En su mirada había algo que la hacía sentir pequeña e insignificante, como si no fuera más que un insecto a punto de ser aplastado.

—¿Te gusta lo que ves? —susurró Érebos.

María no pudo responder. Quería gritar, pero su voz se había quedado atrapada en su garganta, ahogada por el terror que la paralizaba. El dios de la Gula y las sombras la observaba con curiosidad y hambre, una necesidad que no era puramente física. Él se alimentaba de la desesperación, del miedo, e incluso la carne y ella podía sentir cómo cada segundo que pasaba a su lado era un mordisco más en su alma.

Érebos se incorporó lentamente, María no pudo apartar la mirada. Había algo en él que la fascinaba, algo que la aterraba y la atraía a partes iguales. La cama crujió bajo su peso, y entonces, con una sonrisa que era más una exhibición de colmillos, Érebos extendió la mano y le apartó un mechón de cabello que le caía sobre la frente.

—Eres igual a ella, ¿sabes? —murmuró, cariñoso, como si estuviera hablando con una amante—. Pero también eres diferente. Hay una oscuridad en ti que ella nunca tuvo. Una oscuridad que quiero devorar.

María intentó apartarse, pero su cuerpo no respondía del todo. Las lágrimas comenzaban a llenar sus ojos, y la visión se le hizo borrosa mientras miraba alrededor, a todos aquellos cuerpos que habían sido masacrados, despojados de su humanidad. Intentó encontrar un resquicio de esperanza, algo que le indicara que no estaba perdida, que aún podía escapar de ese infierno que la rodeaba.

Dolwill: El peón.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora