Capítulo 38: Damon Evans.

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El recuerdo llegó a Damon como un susurro lejano, uno de esos momentos de la infancia que parecían pertenecer a otra vida. Era un niño otra vez, su cabello negro alborotado caía en mechones rebeldes sobre su frente y sus ojos azules, tan intensos como el cielo en una tarde despejada, miraban con un brillo de inocencia que ya no existía en su rostro adulto.

Estaba abrazando a su madre, sintiendo el calor y la seguridad que solo ella le proporcionaba. Ella se inclinó ligeramente sobre él y revisó su mochila, asegurándose de que todo estuviera en su lugar. Damon la miraba en silencio, aferrándose a ella como si al hacerlo pudiera mantenerla siempre a su lado.

—Damon, cariño, —murmuró la mujer. Él no podía comprender por qué la voz de su madre se rompía cada vez que tenía que alejarse de ella—, estos amuletos son muy importantes. Debes mantenerlos siempre contigo.

La pequeña mano de Damon se aferró a uno de los amuletos mientras su madre lo colocaba en el bolsillo lateral de su mochila. Eran extraños, con formas y símbolos que no entendía, pero que tenían un peso particular en sus manos, como si cada uno cargara un secreto que él no estaba listo para descubrir.

—¿Por qué, mamá? —preguntó, con la inocencia y curiosidad de un niño que no sabía del mal que se escondía en las sombras.

Su madre le sonrió, aunque había algo en sus ojos que no alcanzó a ver por completo en ese momento. Era una tristeza profunda, mezclada con el coraje que solo una madre posee.

—Son para protegerte —respondió y le acarició la mejilla.

—¿De qué, mamá?

—De los demonios. Ellos siempre están al acecho, pero estos amuletos te mantendrán a salvo.

Damon la miró fijamente, sus ojos azules buscaban alguna pista en los de su madre, pero todo lo que encontró fue un amor infinito y una preocupación que entonces no comprendió. Asintió lentamente, sin apartar la vista de ella.

—¿Y tú también los tienes, mamá? —preguntó, aferrándose a la tela de su vestido.

Ella sonrió, pero fue una sonrisa triste, y Damon solo se dio cuenta años después de lo que realmente significaba.

—No, cariño. —se inclinó y lo abrazó con fuerza, tan fuerte que Damon sintió que nunca querría soltarla—. Mi deber es protegerte a ti. Siempre.

El calor de su abrazo fue un refugio en su memoria, y mientras el recuerdo se desvanecía, Damon se aferró a él.

Soberbio como su nombre, caminó por los pasillos de su mansión. Sus pasos retumbaron en el suelo de mármol. Su presencia era imponente, la manera en que su figura se erguía con una confianza que no admitía dudas, con un porte que irradiaba poder. Sus ojos azules, fríos y penetrantes, se movían con calma mientras recorría las habitaciones, como si todo en su entorno le perteneciera. Y así lo era. Había una elegancia en él que rozaba lo majestuoso, una certeza que solo venía de años de haberse construido a sí mismo como un ser intocable.

Al llegar al gran salón, Damon se dirigió hacia el piano, una de las pocas cosas que le traían algo de paz en su mundo caótico. El instrumento, un imponente piano de cola negro, brillaba bajo la luz suave de las lámparas doradas que iluminaban la sala. Se sentó con gracia y sus dedos alargados y elegantes descansando un momento sobre las teclas antes de comenzar a tocar.

La música fluyó. Una melodía profunda y melancólica que llenó el aire. Cada nota contaba una historia que solo él entendía. Los ojos de Damon, que normalmente eran tan intensos y controlados, se nublaron mientras la música lo arrastraba hacia recuerdos que intentaba mantener enterrados.

Dolwill: El peón.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora