El espíritu del faro..

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Desde muy joven, siempre fui un apasionado del deporte. Correr era mi forma de escapar de la rutina diaria, de sentirme libre. Con el tiempo, logré transmitirle esta pasión a mi hijo, Miguel. Desde que era pequeño, Miguel y yo solíamos salir a correr juntos. Siempre seguíamos la misma ruta que terminaba en el faro del castillo de Santa Ana. Allí, en un saliente que daba al mar, nos deteníamos a descansar.

Nos sentábamos en el borde del saliente, mirando cómo las olas chocaban violentamente contra el muro de piedra. El sonido era indescriptible: una mezcla de rugidos y susurros causados por la espuma del mar que se mezclaba con el olor salado del océano. Cerrábamos los ojos, respirábamos profundamente y nos dejábamos llevar por la cadencia del mar. Para nosotros, ese rincón se convirtió en un lugar sagrado, un refugio donde el tiempo parecía detenerse.

Recuerdo la última vez que Miguel y yo corrimos juntos hasta el faro. Fue poco antes de que se alistara en el ejército. Ese día, Miguel me dijo algo que jamás olvidaré: "Papá, este es mi lugar favorito en el mundo. Siempre lo será". En aquel momento, no comprendí la profundidad de sus palabras, pero las guardé en mi corazón.

El tiempo pasó y Miguel se fue al servicio militar. Durante meses, nuestras salidas a correr se convirtieron en solo un recuerdo. Luego, un día fatídico, supe que algo terrible había sucedido. Fue una sensación que no puedo explicar con palabras, un dolor profundo en el alma. Salí a correr, siguiendo la misma ruta de siempre, como un intento desesperado de escapar de aquella angustia inexplicable. Llegué al saliente del faro, nuestro lugar especial, y allí, entre la bruma y el estruendo del mar, lo vi.

El espíritu de Miguel estaba allí, de pie, mirándome con esa expresión serena que siempre tenía. Sentí su presencia tan real, tan tangible, que por un momento pensé que todo había sido una pesadilla. Pero no lo era. Miguel no me habló, solo me miró con una tristeza infinita en sus ojos. En ese instante, supe que mi hijo había muerto.

Poco después, el ejército me confirmó la trágica noticia: Miguel había fallecido en un accidente durante una salida de maniobras. Desde entonces, mi vida cambió para siempre. La pérdida de un hijo es un dolor que no tiene comparación, una herida que nunca cicatriza.

A pesar de todo, sigo corriendo. Cada día, sin falta, recorro la misma ruta hasta el faro del castillo de Santa Ana. Me detengo en el saliente, cierro los ojos y escucho el mar, esperando volver a ver a Miguel, aunque sea por un breve instante.

Algunas noches, cuando el viento sopla con fuerza y las olas golpean con furia, puedo sentir su presencia. No siempre lo veo, pero sé que está allí, velando por mí desde el otro lado. Su espíritu se ha convertido en parte de ese lugar, en una presencia eterna que me acompaña en cada carrera.

Esta es mi historia, una historia de amor, pérdida y esperanza. Una historia de terror que no se encuentra en los libros, sino en la vida real. Y aunque el dolor nunca desaparece, la esperanza de volver a ver a mi hijo, aunque sea en forma de espíritu, me da la fuerza para seguir adelante.

La Maldición..Donde viven las historias. Descúbrelo ahora