El último susurro..

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Doña Amalia, una anciana de cabello canoso y manos arrugadas por los años, se sentaba cada tarde en su silla de mimbre junto a la ventana. Vivía sola en su pequeña casa en el campo, a las afueras de un pueblo olvidado por el tiempo. Sus ojos, una vez vivos y llenos de alegría, ahora se veían apagados, cargados de una tristeza que no podía ocultar.

Habían pasado años desde la última vez que había visto a sus nietos, Emma y Tomás. Los recordaba con tanto cariño, sus risas y sus abrazos la mantenían viva en sus peores días. Pero algo había cambiado. Su hija, Lucía, dejó de visitarla, y las llamadas se hicieron cada vez más cortas y distantes. Amalia sabía que algo no estaba bien, pero cada vez que preguntaba, Lucía le decía que todo estaba en orden, que estaban ocupados. "Pronto iremos a verte, mamá", prometía.

Sin embargo, las semanas se convirtieron en meses, y la promesa nunca se cumplía.

Amalia sabía que el problema no era su hija, sino su yerno, Javier. Desde que Lucía se había casado con él, Amalia notó un cambio en su hija. Javier era un hombre frío, de mirada dura y una presencia que llenaba cualquier habitación de incomodidad. Lucía había dejado de ser la mujer libre y alegre que Amalia recordaba, y se había vuelto sumisa, siempre con una sonrisa temblorosa y los ojos bajos.

Una tarde, cuando el viento soplaba con fuerza y las nubes grises cubrían el cielo, Amalia decidió que ya no podía esperar más. Su corazón la empujaba a buscar respuestas. Se abrigó con su viejo chal y emprendió el camino hacia la casa de su hija, un lugar que no visitaba desde hacía demasiado tiempo.

Cuando llegó, la casa estaba en silencio. Tocó la puerta, su mano temblando de los nervios y la vejez. Nadie respondió. Golpeó nuevamente, esta vez con más fuerza, pero el silencio persistía. Con el corazón latiéndole en la garganta, Amalia giró el picaporte, encontrando la puerta abierta.

Entró, llamando a su hija y a sus nietos, pero la casa estaba vacía. Algo no estaba bien. La atmósfera era densa, como si una sombra oscura lo cubriera todo. Subió las escaleras con pasos lentos y pesados, temiendo lo que podría encontrar. Cuando llegó al final del pasillo, se detuvo frente a la habitación de los niños. La puerta estaba entreabierta, y dentro, un olor metálico y penetrante llenaba el aire.

Con un nudo en el estómago, empujó la puerta. Lo que vio la dejó petrificada.

Emma y Tomás yacían en la cama, sus pequeños cuerpos fríos e inmóviles. Sus rostros estaban serenos, como si estuvieran dormidos, pero Amalia sabía que ya no respiraban. La habitación, que antes estaba llena de vida y juguetes, ahora era un lugar de muerte. El horror la golpeó como una bofetada, y un grito ahogado se escapó de su garganta.

"¿Por qué...?", susurró mientras se desplomaba en el suelo, incapaz de procesar lo que veía.

El sonido de pasos detrás de ella la sacó de su trance. Se giró lentamente y lo vio. Javier, de pie en el umbral de la puerta, con una mirada vacía, sin emoción. En sus manos sostenía un c/uchi/llo e/nsang/rentad/o. Su rostro estaba inexpresivo, como si acabara de completar una tarea rutinaria.

"No podía soportarlo más", dijo Javier, con una frialdad que hizo que la piel de Amalia se erizara. "Ellos eran la causa de todo. Lucía, los niños... el ruido, el desorden. Tenía que hacer algo."

Amalia no podía hablar, no podía moverse. Las lágrimas rodaban por su rostro mientras intentaba comprender lo que Javier había hecho.

"Lucía también está... descansando ahora", continuó Javier, señalando la puerta del dormitorio principal. "Era lo mejor para todos."

Amalia se levantó como pudo, tambaleándose hacia el dormitorio de su hija. Al abrir la puerta, vio a Lucía, su pequeña niña, ahora una mujer que había sufrido en silencio. Estaba recostada en la cama, con los ojos cerrados, como si simplemente estuviera durmiendo. Pero el mismo c/uchill/o que había acabado con sus hijos había sellado también su destino.

El mundo de Amalia se rompió en mil pedazos en ese momento. Su familia, todo lo que amaba, había sido arrancado de ella de la manera más cruel e injusta. Javier, el hombre que debería haber protegido a su hija y a sus nietos, había sido el verdugo.

Sin pensar, Amalia corrió fuera de la casa. El viento frío golpeaba su rostro, pero no lo sentía. Su mente era un torbellino de dolor, impotencia y desesperación. Sabía que nunca volvería a ver a sus nietos, que nunca más escucharía sus risas o sentiría sus pequeños brazos rodeándola.

El pueblo encontraría los cuerpos al día siguiente, pero para Amalia, el daño ya estaba hecho. Se sentó en su vieja silla junto a la ventana, mirando el horizonte vacío, sin lágrimas que derramar. Todo lo que le quedaba era el silencio, un silencio que nunca volvería a ser roto por las voces de sus seres queridos.

El último susurro de Amalia, antes de cerrar los ojos, fue para ellos: "Perdónenme por no haber estado allí antes...".

La Maldición..Donde viven las historias. Descúbrelo ahora