34. Esto es un terrible error

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Las mejillas de Winter se oscurecen en cuanto hago la pregunta

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Las mejillas de Winter se oscurecen en cuanto hago la pregunta. He obtenido la reacción esperada, lo que hace que mi orgullo masculino siga intacto, a pesar de llevar a dos perros entrenados para combatir con collares de piedras y purpurina.

—Deja de mirarme —se queja molesta, aunque una sonrisa fugaz me dice lo contrario a sus palabras.

—¿Cómo crees que voy a hacerlo si te has vestido para meterme en problemas?

—¿Te gusta? —sus ojos se iluminan a la espera de una respuesta.

Nunca he sido un hombre detallista, no sé hacer cumplidos, lo mío es conseguir desmoralizar a la gente, no hacer que se sientan mejor. Sé que espera mucho de mí, y hasta hace poco, eso me daba igual, pero ahora, una parte de mí quiere intentarlo, quiere ser ese hombre que ella se merece, aunque nunca vaya a estar a la altura.

—Habrá un río de sangre si me sueltas la mano.

Por su carcajada, intuyo que no lo he hecho tan mal como esperaba.

—A veces hablas como un mafioso —aprieta un poco más mi mano.

Este gesto no debería importarme, de hecho, debería odiarlo, nunca me ha gustado que me toquen, pero mucho menos tras el accidente. Nonna lo intentó durante años, y lo único que ha conseguido ha sido por cabezonería, por su propio orgullo de rozarme, aunque sea en la cara, pero jamás nadie ha conseguido que sea yo el que quiera tocar a otra persona con mis propias manos, sin el cuero de por medio.

—Eso me pone —confiesa entre dientes.

—Eres una pervertida.

—¿No decías que soy un ángel? —me recuerda las palabras que yo mismo dije anoche, embriagado por su desnudez.

Las imágenes de su cuerpo, el sonido de sus gemidos y su mirada en llamas, no han salido de mi mente en ni un solo segundo desde entonces. Un bucle continuo. Una tortura infinita. Winter es el pecado que todo hombre quiere cometer.

—Bella como un ángel y cruel como un diablo.

Se lleva la mano con la que sujeta a Regina al pecho y finge estar muy indignada con mis palabras. Me regala una de sus sonrisas, las que atesoro en un rincón secreto para cuando ya no pueda contar con ellas, y mi soledad me suplique volver a verlas.

—Yo no soy cruel —pestañea sensual, provocándome como solo ella sabe hacer, como nadie más ha conseguido nunca—, he aprendido a usar más el cerebro y menos el corazón.

Sé toda la verdad que hay tras esas palabras, aunque las endulce con una sonrisa cargada de picardía, porque yo he hecho lo mismo.

Caminamos en silencio, disfrutando de la brisa de la costa, recorriendo las calles empedradas de mi ciudad natal, y sintiéndome por primera vez, feliz aquí.

—¡Vamos a hacernos una foto ahí! —señala hacia el paisaje de casas de colores con el mar de fondo, el spot típico de un turista.

Tira de mi mano con fuerza, impidiendo que pueda negarme a hacer algo que detesto con todo mi ser.

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