Capítulo XX

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No te vayas
Punto de vista de Taddeo B. Harrison

Después de haberla visto alejarse del grupo, no la había vuelto a ver. Briellene había desaparecido, y aunque no era como si me importara, no podía evitar notarlo. Ahora, el sol ya se había ocultado y estábamos en el área del cóctel, rodeados de invitados charlando y bebiendo. Sentía el peso de la mirada de la mujer a mi lado, una tal Monica, que no se me despegaba, y estaba comenzando a fastidiarme.

—¿Piensas quedarte más días en París, Taddeo? —preguntó Monica, con su acento italiano inconfundible.

—No —respondí cortante, manteniendo mi vista en la entrada, esperando que Briellene apareciera en cualquier momento.

El mesero pasó con una bandeja de bebidas, y sin pensarlo, intercambié mi vaso vacío por otro lleno de whisky. Cada sorbo solo aumentaba mi frustración. A pesar de mi desinterés aparente, no podía dejar de notar su ausencia. Y por más que intentara tratar a Monica con indiferencia, parecía que no tenía intenciones de alejarse. Sospechaba que mi reputación de acostarme con una de su círculo había llegado a sus oídos, pero lo que ella no sabía era que, en este momento, mi cuerpo no reaccionaba a su presencia en lo absoluto. Ni un ápice de interés.

¿Dónde estaba Briellene? Esa pregunta seguía rondando en mi cabeza, y la creciente incomodidad se mezclaba con la impaciencia. ¿Le habrá pasado algo?

De pronto, Florence tomó la palabra, cortando el hilo de mis pensamientos y mi paciencia.

—Buenas tardes a todos —dijo ella, con una voz firme y serena—. Estamos aquí para presentar el arte de manera privada antes de abrir al público mañana. Cada artista estará en su estación, y todos ustedes son bienvenidos a recorrer las obras. Disfruten de la noche.

Los invitados comenzaron a dispersarse, moviéndose hacia las distintas estaciones de los artistas. Yo, sin embargo, tenía los ojos clavados en la multitud, buscándola entre las caras que iban y venían. Pero antes de poder dar un paso, sentí una mano en mi hombro.

—Ven a ver mi estación —dijo Monica, tomándome de la mano sin esperar mi respuesta, guiándome hacia donde exhibía sus obras.

Miré las pinturas que colgaban en la pared, pero no podía concentrarme en ellas. Eran... mediocres. No había color, no había vida. Cualquier trazo se desvanecía en la banalidad. Todo lo contrario a lo que había sentido al ver las obras de Briellene. Las suyas eran crudas, profundas, como si cada pincelada hubiera sido una confesión. Estas, en cambio, eran vacías.

—¿A quién buscas? —preguntó Monica, viéndome con el ceño fruncido, claramente irritada por mi distracción. Toda la noche había estado con la cabeza en otra parte.

—A nadie —respondí, con la misma frialdad de siempre—. Ya regreso.

Me alejé de Monica, sin prestar atención a su expresión de frustración, y me dirigí hacia Florence. Ella tenía que saber algo.

—Florence —la saludé con una sonrisa casual, aunque mi paciencia estaba al límite—. Se supone que deberían estar aquí todos los artistas. Falta la de Nueva York. —Hablé como si no la conociera, como si no supiera que Briellene había estado en mi mente todo el tiempo.

—Ah, la señorita Briellene Victoria —dijo Florence sin perder su compostura—. Ha comentado que la comida le cayó mal. Decidió quedarse en su habitación, pero estará presente mañana.

Mis músculos se tensaron de inmediato. La explicación de Florence parecía demasiado sencilla, demasiado... conveniente. ¿De verdad estaba enferma, o simplemente me estaba evitando? Como tú se lo pediste, resonaba una voz en mi cabeza, burlándose de mi propia contradicción.

Sombras del Emporio HarrisonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora