Capítulo XXXXV

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Bórrala del corazón.
Punto de Vista de Taddeo B. Harrison

La mañana siguiente llegué al edificio antes de que el sol siquiera intentara asomarse. El cielo, cubierto de nubes grises, parecía haberse puesto de acuerdo con mi ánimo, reflejando con precisión el vacío que sentía por dentro. Las luces aún parpadeaban en algunos pisos, y la ciudad parecía arrastrarse bajo esa pesada atmósfera, tal como yo.

Sabía que mis pasos resonaban en los pasillos más de lo habitual, cada uno acompañado de las miradas cautelosas de quienes se cruzaban conmigo. No me hacía falta ser consciente de ellas para entender que algo en mí había cambiado, y que todos lo notaban. Después de años de haber dejado atrás a ese hombre serio y frío, volvía a aparecer, intacto y despiadado. El hombre al que todos temían.

Pasé frente a los asistentes y ejecutivos sin mirar a nadie, dejando a mi paso un silencio tenso. Las palabras de Brie aún resonaban en mi cabeza, esa frialdad con la que me aseguró que solo le importaba el impulso que le había dado en su carrera... como si todo lo que habíamos vivido se redujera a un intercambio de favores.

Era irónico, ¿no? Cómo el éxito parecía haberse vuelto mi enemigo, como si su sombra me estuviera recordando que lo único real en mi vida, lo único que me hizo querer más que esto, había sido solo una ilusión.

Me detuve frente a la ventana de mi oficina, observando la ciudad que una vez había considerado mía. El reflejo en el cristal me devolvía la mirada de alguien que no había visto en mucho tiempo. El hombre de acero, el que nunca permitía que sus emociones se interpusieran. Quizás este era el Harrison que siempre debí ser, el que nunca debió bajar la guardia.

Iván llegó puntual, con una carpeta de documentos en mano y un semblante profesional que apenas cambió al notar mi expresión impenetrable. Sin un asomo de alegría o cortesía habitual, asentí y revisé rápidamente los datos que me presentó. Todo estaba en orden, como siempre, y firmé sin perder tiempo en formalidades innecesarias. No hacía falta que Iván preguntara nada; su discreción era una de las razones por las que confiaba en él. Sabía distinguir cuándo era mejor no indagar.

Sin más que decir, Iván se retiró, cerrando la puerta suavemente detrás de él. Y entonces, en el silencio absoluto de mi oficina, me dirigí hacia al pequeño bar en la esquina. Saqué una botella de whisky y vertí un trago en el vaso, observando cómo el líquido ámbar llenaba el cristal. Lo llevé a mis labios, dejando que el calor quemara un poco, algo que al menos me recordara que aún sentía algo, aunque fuera dolor.

La imagen de Brie volvió a mí, implacable. Me repetí que debía dejarlo atrás, que había sido claro todo el tiempo, que había dejado mis reglas bien establecidas desde el principio. Pero ninguna racionalización era suficiente para borrar lo que había dejado. Apoyé el vaso en el escritorio, mis dedos tensándose alrededor de él. Tal vez solo el trabajo podría ayudarme a olvidar...

Había comenzado a revisar correos y documentos cuando la puerta se abrió, y mi madre apareció con una sonrisa que no alcanzaba a iluminar mi estado de ánimo.

—¡Buen día, hijo! —exclamó con energía, como si todo estuviera bien en su mundo.

La miré con desgano, sabiendo que su optimismo era solo un velo sobre las verdades que nos rodeaban. No estaba de humor para eso.

—¿Qué haces aquí, madre? Normalmente no te tomas la molestia de visitarme.

Su sonrisa se desvaneció un poco, pero rápidamente la reemplazó con una expresión de preocupación fingida. Se acercó a mi escritorio, mirando los documentos esparcidos.

—Solo quería ver cómo estabas. Pensé que podríamos hablar, ya sabes, madre e hijo.

—¿Hablar? ¿De qué? —le pregunté, con una mezcla de incredulidad y hastío—. Lo que realmente quiero es trabajar en mis proyectos.

Sombras del Emporio HarrisonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora