Capítulo XXIII

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Compradores y pretendientes
Punto de vist de Briellene V. Lawson

Habían pasado varios días desde el viaje a París, pero la emoción todavía me recorría el cuerpo. Esa mañana, mientras revisaba correos en la oficina de la galería, recibí uno de Florence. Apenas lo abrí, mis ojos se dirigieron rápidamente a la noticia que me alegró el día: cuatro de mis nueve piezas se habían vendido. Las cinco restantes vendrían en el vuelo que aterrizaba hoy a las 6 p.m.

—Lou, asegúrate de que los de cargamentos recojan las obras que llegan de París a las 6 p.m. en el aeropuerto —le pedí mientras revisaba el correo.

Lou asintió, anotando en su agenda mientras yo repasaba cada detalle de las transacciones que Florence había adjuntado. Saber que mis obras habían sido vendidas, incluso sin estar presente en la exposición, me llenaba de una satisfacción silenciosa. Había sido un viaje productivo, aunque no podía evitar pensar en lo que no había hecho, en lo que no había visto o dicho. El trabajo me ayudaba a mantenerme ocupada, a distraerme de esos pensamientos.

El tiempo pasó volando mientras repasaba el inventario de la galería, cotejando las obras que teníamos, actualizando las fichas. Cada pincelada, cada trazo de mis obras, me parecía una huella de mi lucha interna. Algunas piezas habían tardado semanas en completarse, otras me habían salido casi como si fueran un torrente imparable de emociones. Estaba tan inmersa en todo esto que no me percaté de la hora hasta que el estómago gruñó, reclamando atención.

En ese momento, Lou recibió una llamada. Se alejó un poco de mi escritorio, pero no tanto como para no oírla. Su risa suave llenó la oficina.

—Voy a salir a almorzar —me dijo con una sonrisa traviesa cuando terminó la llamada—. Puedes acompañarme si quieres.

La miré con curiosidad, achinando los ojos con una mezcla de sospecha y diversión.

—¿Con quién vas a salir? —pregunté con una sonrisa burlona.

—Con Iván —respondió tímida, bajando la mirada por un segundo.

Sonreí por dentro, conteniendo una carcajada. La seriedad con la que lo había dicho me resultaba entrañable.

—Ve tranquila, Lou. Yo me pediré algo para comer aquí —respondí restándole importancia, mientras mis pensamientos divagaban un poco más allá de la conversación.

Lou me observó por un momento, preocupada.

—¿Segura? No me gustaría dejarte sola...

—Claro que sí, ve. Estoy bien —le sonreí, animándola a irse.

No quería que pensara que me molestaba su relación con Iván. Siendo sincera, hasta me daba un poco de envidia. Lou parecía saber escoger a los hombres, o al menos a alguien más "normal" que Harrison. Su vida amorosa no estaba llena de caos ni de emociones extremas. Parecía saber lo que hacía. Mientras la veía irse, una oleada de autocrítica me golpeó de repente. ¿Por qué yo no podía ser así? ¿Por qué no podía elegir a alguien que no me hiciera daño, que no me dejara cuestionándome cada paso?

Me recosté en la silla, tomando un largo suspiro. El eco de mis pensamientos me envolvía. Me había quedado sola en la galería, rodeada de obras que, aunque eran mías, parecían ajenas en ese instante.

Aquí estaba yo, escondida detrás de mis pinceladas, detrás de sonrisas educadas, mientras Lou estaba afuera viviendo su vida sin miedos, sin restricciones. Yo, en cambio, me sentía atrapada entre decisiones equivocadas y cicatrices que no terminaban de sanar.

Apoyé la cabeza en el respaldo de la silla, cerrando los ojos por un momento, intentando silenciar las dudas. Pero ahí seguían, persistentes.

El silencio en la galería era casi ensordecedor. Solo se oía el leve zumbido de la computadora y el sonido distante de la ciudad al otro lado de las ventanas. La soledad se colaba entre las paredes, y por un momento, deseé haber aceptado la oferta de Lou de acompañarla. Pero no lo hice. En parte porque necesitaba este espacio, este tiempo para procesar todo lo que había ocurrido. Y, en parte, porque el pensamiento de estar acompañada todo el tiempo me resultaba abrumador.

Sombras del Emporio HarrisonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora