Claudia estaba en su oficina, una sala iluminada por la suave luz que entraba a través de las grandes ventanas. Los documentos esparcidos sobre su escritorio y el suave zumbido de la computadora trataban de distraerla de sus pensamientos, pero su mente seguía volviendo a la imagen de su bebé. Tenía 8 meses, la edad suficiente para ir a la guardería según todos los libros, pediatras y consejos bien intencionados de amigos. Sin embargo, la realidad emocional era mucho más compleja.
Hoy era su primer día en la guardería, y Claudia había pasado la mañana intentando concentrarse en el trabajo, aunque las palabras en los correos electrónicos parecían no tener sentido. Recordaba cómo había dejado a su pequeño en brazos de una de las cuidadoras, envuelto en su mantita, con esa expresión de confusión en sus ojos grandes y oscuros. Apenas se había despedido de él sin llorar, fingiendo una confianza que no sentía.
Cada vez que intentaba concentrarse en una tarea, su mente regresaba al día en que se enteró de que estaba embarazada. El asombro inicial, la felicidad, y luego el torrente de preocupaciones sobre cómo equilibraría su vida laboral con la maternidad. Ahora, con su bebé de 8 meses en una guardería, esas preocupaciones habían vuelto a la superficie.
Miró el reloj: tres horas más hasta que pudiera recogerlo. Era demasiado tiempo. Sus recuerdos más recientes flotaban en su mente: el primer balbuceo del bebé, sus manitas aferrándose a ella mientras lo amamantaba, su risa contagiosa. Algo en su pecho se oprimió, como una señal de alerta, un instinto profundo que no podía ignorar.
De repente, sintió una punzada, una ansiedad inexplicable. Sabía que los bebés a veces lloraban al separarse de sus madres, que esto formaba parte del proceso. Pero la punzada no desaparecía, y el nudo en su estómago se hacía más fuerte. Miró la pantalla del ordenador, pero las letras se desdibujaban. La decisión estaba tomada. No podía seguir allí, no mientras esa sensación la consumía.
Se levantó de su silla de manera apresurada, recogiendo su bolso y las llaves del coche, mientras sus compañeros de trabajo la miraban desconcertados. “¿Todo bien, Claudia?” preguntó uno de ellos, pero ella solo asintió rápidamente y salió casi corriendo. Tenía que llegar a la guardería cuanto antes.
El trayecto fue una prueba de paciencia. El tráfico parecía conspirar en su contra. A cada segundo, su corazón latía más rápido. Finalmente, llegó a la guardería y entró apresurada, casi sin aliento. La recepcionista, una mujer que la conocía bien por los trámites anteriores, la miró con sorpresa, pero había algo en su mirada que también indicaba alivio.
“Señora Claudia, justo iba a llamarla”, dijo la mujer, mientras se levantaba de su asiento. “Su bebé no ha dejado de llorar desde que lo dejó. Intentamos calmarlo, pero parece que no se siente cómodo hoy. Iba a llamarla, pero veo que usted lo presentía”.
Claudia sintió cómo su ansiedad se confirmaba y caminó rápidamente hacia la sala de los bebés. Allí, en una pequeña cuna, su bebé lloraba con fuerza, sus ojos rojos y las mejillas húmedas. Cuando la vio entrar, dejó de llorar de inmediato y estiró sus pequeños brazos hacia ella.
Sin dudarlo, lo levantó en brazos, sintiendo cómo su cuerpecito se relajaba contra ella. La paz volvió a su pecho, y mientras lo acunaba suavemente, supo lo que tenía que hacer.
“No está listo, y yo tampoco lo estoy”, pensó mientras lo miraba a los ojos. Salió de la guardería con su bebé en brazos, despidiéndose brevemente de la recepcionista. En lugar de regresar a casa, condujo de vuelta a su oficina, decidida. Podía esperar un poco más antes de llevarlo a la guardería. Aún no era el momento.
De regreso en su oficina, Claudia preparó un rincón improvisado para su bebé. Sacó un pequeño colchón y juguetes que había dejado en el coche "por si acaso", y lo acomodó cerca de su escritorio. Mientras él jugaba y balbuceaba suavemente, su teléfono comenzó a sonar. Era Jesús, su esposo.
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En otro universo: Claudia y Jesús
RandomPequeñas historias de Claudia y Jesús. El amor siempre vive entre ellos dos.