Después de semanas agotadoras, Claudia y Jesús finalmente habían logrado escaparse. Decidieron que nada podría ser mejor que un par de días junto al mar, en una playa tranquila y lejos de la rutina.
La brisa cálida del océano acariciaba sus rostros mientras caminaban descalzos por la orilla. El sonido del mar rompía en sus oídos, mezclándose con las risas de ambos. Jesús, siempre lleno de energía, no tardó en desafiar a Claudia a una carrera hasta las rocas que adornaban un extremo de la playa. Ella aceptó con una sonrisa traviesa, aunque sabía que él ganaría. Y así fue: Jesús la superó, pero no sin esperar a que ella llegara para levantarla en el aire, haciéndola girar mientras reían juntos.
Pasaron la mañana entre juegos y charlas despreocupadas, olvidando por completo el ajetreo del trabajo. En un momento, encontraron un pequeño rincón donde el sol brillaba sin obstáculos, invitándolos a descansar. Se tumbaron en la arena, dejando que el calor los envolviera mientras el suave murmullo de las olas les brindaba paz.
—Esto es lo que necesitábamos —susurró Claudia, entrecerrando los ojos mientras miraba el horizonte.
—Es perfecto —contestó Jesús, estirando su mano hacia ella, entrelazando sus dedos.
Después de un buen rato, cuando el hambre comenzó a hacer ruido en sus estómagos, decidieron buscar un lugar donde comer. Recorrieron los pequeños restaurantes del paseo marítimo, cada uno con su propio encanto rústico. Finalmente, encontraron una pequeña marisquería que parecía sacada de un cuento. El aroma a pescado frito y mariscos frescos los envolvió de inmediato.
Se sentaron en una mesa al aire libre, disfrutando de la vista del mar mientras se deleitaban con la comida. Los platos abundaban: camarones a la parrilla, ceviche fresco y calamares dorados que crujían al morderlos. Cada bocado parecía llenarlos de más vida, como si el estrés de los días anteriores se desvaneciera por completo.
Entre risas y anécdotas, hablaban de todo y de nada. El tiempo se volvía irrelevante, perdido entre los recuerdos y los planes que construían juntos. La tarde caía lentamente, pintando el cielo de tonos naranjas y rosados, mientras las luces de los pequeños bares comenzaban a encenderse a lo largo de la costa.
A medida que el sol se ocultaba y la noche tomaba el relevo, Claudia y Jesús se miraron, sabiendo que esos momentos eran los que realmente contaban.
La noche había caído sobre la playa, pero el calor persistía, envolviendo el ambiente en una atmósfera cálida y agradable. Las estrellas comenzaban a brillar sobre ellos, reflejándose en las suaves olas que besaban la orilla. Claudia y Jesús, aún llenos de energía tras el día que habían compartido, decidieron salir a caminar de nuevo por la playa.
Caminaban descalzos, dejando que la arena suave y tibia se colara entre sus dedos. A veces corrían, retándose el uno al otro en carreras improvisadas. La risa de ambos llenaba el aire, rompiendo la calma de la noche. Jesús siempre ganaba, pero Claudia no se quedaba atrás, sabiendo que podría sorprenderlo en cualquier momento.
Y así lo hizo. En medio de otra carrera, Claudia fingió que se había torcido el tobillo, llevándose la mano al pie y lanzando un pequeño gemido.
—¡Ay! Creo que me lastimé —dijo, con una mueca convincente.
Jesús se detuvo de inmediato, corriendo hacia ella con una expresión preocupada. Se arrodilló a su lado, con la mirada llena de preocupación.
—¿Estás bien? —preguntó, tomando su brazo con suavidad.
En el instante en que él se acercó lo suficiente, Claudia se levantó de golpe y, con una sonrisa traviesa, lo agarró del brazo y lo empujó directamente hacia el agua. Jesús, sorprendido por el frío del mar nocturno, cayó sin poder evitarlo, salpicando agua por todas partes.
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En otro universo: Claudia y Jesús
RandomPequeñas historias de Claudia y Jesús. El amor siempre vive entre ellos dos.