Entró en el consultorio y agarró rápidamente un montón de papeles, los metió en el maletín negro y se dirigió hacia el ascensor frente a cuya puerta había cuatro personas esperando. Reconoció el rostro del profesor Garram, pero no quiso demostrar ese reconocimiento y optó por no saludarlo. La única mujer del grupo también le resultaba familiar, pero no recordaba exactamente en dónde la había visto. Pensó en la iglesia, en los pasillos del sanatorio en el que su hijo estaba internado. Luego revisó otro rincón bastante conspicuo de su memoria: la sala de redacción del periódico, donde se había reunido, hacía un par de semanas, con Katy. Había visto muchos rostros allí, porque Katy, a raíz de su temor a estar sola un hombre, quiso que se reunieran en un lugar que estuviera repleto de personas, donde la intimidad fuera nula, donde cualquier intento de parte de Gregory de propasarse con ella pudiera ser desbaratado por cualquiera de aquellos desconocidos. Nada de "un lugar donde podamos charlar tranquilamente". No, ella no volvería a caer en esas propuestas.
Cuando la puerta del ascensor se abrió, todos le cedieron el paso a Garram. Luego ingresó la mujer, y luego Gregory junto a los otros dos hombres, quienes mantenían un comportamiento misterioso y distante. Gregory pensó que se trataba de un par de policías o detectives, o guardaespaldas.
La mujer oprimió el botón y la cabina empezó a descender hacia la planta baja. Garram no dejaba de mirar a Gregory, y cuando la puerta del ascensor volvió a abrirse y salieron al pasillo, le comentó:
-Fue realmente terrible. La explosión se escuchó a diez cuadras de allí. Increíblemente, el ministro sobrevivió, pero quienes lo acompañaban no. También murieron algunos periodistas.
-No sé de qué me está hablando-dijo Gregory.
-Creí que lo sabría-dijo Garram-, porque sucedió hace diez minutos y el periódico en el que usted trabaja no suele dejar pasar estas primicias.
Y luego siguió caminando, detrás de los otros, hasta la salida del edificio. Gregory se quedó solo frente a la puerta del ascensor que volvía a cerrarse mientras en el tablero una luminosidad rojiza destacaba el número 3.
Un atentado, pensó, pero no tenía por qué preocuparse de eso. Estaba de vacaciones y la realidad ya no tenía para él esa relevancia que adoptaba cuando estaba desempeñando su oficio. Ahora simplemente estaba en un mundo atroz, donde todos los días ocurrían hechos aberrantes, y ninguno de estos hechos era más importante que otro en tanto no lo involucrara a él o a cualquiera de las personas que apreciaba. Los niños seguían muriendo en Palestina, las drogas seguían arruinando familias en todo el mundo, pero esto ocurría en una dimensión paralela, invisible, inaudible, que ahora estaba a cargo de Katy y de algunos compañeros de trabajo más.
Así que, cuando salió a las calles, subió a un taxi que lo llevó directamente hacia su casa y ni siquiera encendió el televisor cuando se recostó en el sofá de su living.
Había a su lado un libro, una de esas novelas en edición económica llenas de asesinatos y fantasmas, que sólo servían para no pensar.
La agarró. Buscó el primer capítulo y empezó a leerla. Omitió el prólogo, porque consideraba que los prólogos eran formas de spoilers y prefería no consultarlos. Los leía sólo después de haber concluido la historia que anticipaban.
Pero las palabras de Garram giraban en su mente. No lo dejaban leer con serenidad, con esa serenidad indiferente que se requiere para disfrutar de una historia absolutamente trivial.
Así que se puso de pie, fue hacia el televisor y lo encendió.
En la pantalla apareció lo que esperaba ver: ambulancias, gente corriendo, un edificio renegrido por una reciente explosión. El periodista explicaba que el coche bomba había sido estacionado allí durante la noche del día anterior. Casi todo un día estuvo allí, sin que nadie lo notara. ¿Cómo pudo ocurrir esto en el país de la seguridad?
Entonces sonó el teléfono. Cuando atendió, la voz de Katy no dejaba de jadear y de quejarse, como si las salvajes manos del policía que alguna vez la ultrajó estuvieran hundiéndose nuevamente en su carne, trastocando también su alma, dejando en su mente otra vez un recuerdo que nublaría a todos los otros recuerdos, incluso a cada una de las vivencias que desde entonces formarían parte de su vida, sean memorables o irrelevantes.
-¿Dónde estás?-preguntó-. Estoy llamando a tu móvil desde hace una hora.
-No lo tengo conmigo-se excusó Gregory-. Creo que lo dejé en la oficina de Oclam. ¿Qué sucede?
Pero en vez de la respuesta de Katy, escuchó un disparo. La comunicación se cortó, abruptamente. Gregory pensó: la mataron. Pero luego se tranquilizó y pensó que tal vez habían disparado precisamente para generar la impresión de que había sucedido aquella tragedia.
Agarró las llaves. Fue hacia la cochera. Hacía unos días que no usaba su vehículo particular y que se movía en la ciudad mediante taxis o automóviles de amigos. Le habían recomendado no usar el suyo hasta no borrar de su carrocería el logotipo del periódico que había anunciado al mundo los resultados del más desquiciado experimento ruso.
Y tenían razón, porque el coche que había explotado lo hizo frente al departamento del hombre que le había revelado esa peligrosa información, el ministro Roman Bosh. Y alguien se había introducido en los pasillos del periódico y había asesinado o secuestrado a Katy, y probablemente también querían hacer lo mismo con él.
Y todo esto había ocurrido el mismo día, el 5 de agosto del año 2023, el día en el que la verdad empezaba a darse a conocer, el día en el que las flores del silencio empezarían a abrirse.