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Estaba a punto de cruzar la calle cuando el desconocido lo tomó del brazo.

-¿Usted es el director de cine?-le preguntó, con una voz insolente.

-¿Quién es usted?-dijo Edward-. Por favor, déjeme caminar.

-Esto es importante-dijo el otro-. Necesito contactar a alguno de los hombres que el ministro Bosh convocó en aquella reunión. Usted los conoce. El periodista, creo que se llama Gregory, trabajaba para Oclam. Usted los conoció a ambos, solían frecuentar a la chica que desapareció, Mel.

-Los conozco-dijo Edward-, pero no he vuelto a verlos. Dígame que quiere por favor.

-No sé si usted sabe lo que ocurrió con el doctor Selter-dijo el otro-. Lo arrestaron antes de que pueda llegar a la residencia que compró en un pueblo que está a 200 kilómetros de aquí. Esa noche, cuando enloqueció, quería ir hacia esa casa. ¿Sabe por qué? Él estuvo trabajando durante algunos meses en una solución para el problema que estamos atravesando, concretamente un extractor, un artefacto capaz de succionar la espora que ya ha ingresado al organismo y encerrarla en una cápsula de la que no le es posible salir. Por eso tenía los pasajes para el tren que se dirigiría esa noche hacia el noreste. Iba a abandonar la ciudad, como lo hicieron casi todos los que estuvieron aquella tarde reunidos con Bosh, porque está contaminada, más que cualquier otro lugar de este país, y seguramente sospechó que él también lo estaba, o lo estaría en cualquier momento.

-¿Y qué quiere que haga?-preguntó Edward.

-Yo sé dónde está esa residencia-respondió el otro-, y debemos llegar a ella, antes de que lo hagan ellos, usted sabe a quiénes me refiero. Las investigaciones del doctor Selter son importantes, su invención podría salvar a muchas personas, incluyéndonos a nosotros, y todo esto está a punto de caer en manos de Rusia o de los mercenarios de nuestro propio país. Están revisando casas, matando o secuestrando testigos, y también están buscando los resultados de las indagaciones del doctor, y ya es bastante lo que de ellas conocen. Yo lo sé, porque he trabajado para este gobierno, he trabajado para ellos cuando no conocía sus verdaderos propósitos. Creía que estaba sirviendo a nuestra nación, a la Humanidad, pero de pronto el hombre que nos dirigía empezó a hablarnos así, espontáneamente, con toda naturalidad, de lo que realmente se proponían las autoridades de nuestro país. Y aunque ese hombre fue expulsado de las fuerzas militares, y creo que también fue asesinado, muchos no pudimos olvidar sus palabras y decidimos desertar.

Edward empezó a intuir que el desconocido le estaba diciendo la verdad, pero aun así no quería comprometerse con él.

-¿Cuál es su nombre?-le preguntó.

El otro lo miró con cierta incertidumbre, con cierto temor a responder, pero finalmente dijo:

-Alfred Weiss, ése es mi nombre. Me han llamado oficial Weiss, alguna vez, pero ya no soy un oficial, se lo juro.

-¿Y qué es ahora?-preguntó Edward con recelo.

-Sólo alguien que quiere sobrevivir-dijo Weiss-, y ayudar a sobrevivir a otras personas, al igual que usted.

-Yo no sé nada de todo esto, amigo-dijo Edward-, y sólo me he vinculado con esas personas que usted busca por motivos tangenciales, fortuitos. No sé nada de ciencia, ni de arqueología. Sólo soy un artista en bancarrota, y me quiero ir de esta ciudad porque estoy cansado de fracasar aquí, sólo por eso. Yo no sé nada de esas plantas, ni de las conspiraciones del gobierno.

-Al menos acompáñeme-dijo Weiss-, no tengo a nadie más. Y a usted tampoco le conviene permanecer en esta ciudad. Y dentro de poco no le convendrá permanecer en este planeta. Mire, en esa casa no sólo hay un artefacto y algunas teorías científicas. Yo lo sé, porque el gobierno estuvo siguiendo al doctor, lo siguió con cámaras y micrófonos secretos, con espías. Y lo que han averiguado no es para nada alentador, porque, según lo que ha dejado anotado el doctor Selter en esos informes, la tercera variante representa un nivel de veracidad supremo. La mente se vuelve incapaz de engañarse a sí misma. Imagínese que usted empiece a recordar cada momento de su infancia, de su adolescencia, cada uno de los sueños que tuvo o hechos que haya imaginado, cada uno de los sonidos que haya percibido, cada impresión táctil,  y todo lo que haya pasado alguna vez por sus sentidos. Eso es lo que produce esta variante. El cerebro se convierte en una máquina de recordar, sin que el individuo pueda controlarla. Es algo parecido a lo que dicen que ocurre en el momento de morir cuando todos los momentos de nuestra vida desfilan por nuestra memoria, incluso los que creíamos olvidados para siempre. Imagínese eso, la abundancia de evocaciones resultaría abrumadora, pero existen, según Selter y otros investigadores, recuerdos que, si el hombre tomara conciencia de ellos, lo impulsarían directamente a la locura, a un dolor espiritual extremo y a una violencia igualmente desmedida, porque se han generado en el momento en el que un núcleo intelectual incipiente chocó por primera vez con un entorno incomprensible. Esos recuerdos provienen de la etapa prenatal, cuando el embrión se encuentra en desarrollo y este proceso produce en él las primeras molestias físicas, las primeras sensaciones extrañas, el primer contacto con la oscuridad y la soledad dentro de un espacio cerrado al mundo y al resto de los individuos, desde el cual, para colmo, emergerá luego, sin saber por qué, a una realidad horriblemente radiante y ruidosa. Selter denominó a estas percepciones prenatales "el roce de las sombras", y la experiencia del resurgimiento de estos recuerdos es tan traumática, y la actividad mnemónica que la hace posible se intensifica tanto, que provocan una tensión nerviosa increíble. La necesidad de "no ver esa verdad" se traduce corporalmente en una insólita imposibilidad de abrir los ojos. Sí, a estas conclusiones ha llegado Selter: si la primer variante genera una imposibilidad de mentir verbalmente, y la segunda una imposibilidad de ocultar la verdad al interlocutor, la tercera variante causa algo aún más terrible: una imposibilidad de que el individuo, por decirlo de alguna manera, se mienta a sí mismo. ¿Hay una circunstancia más terrible para un hombre que no poder engañarse a sí mismo? ¿Hay un infierno peor? Esto es lo que ha comenzado a propagarse por nuestro mundo.

Realmente quería alejarse de esa ciudad, de sus fracasos, de las esporas, de ese viejo teatro y de todo lo que había vivido en él, aunque esto último era casi imposible porque estaba grabado en su memoria y en su alma. Principalmente, Mel, y esa peculiar manera de ser que dotaba a cualquier circunstancia de un carácter dramático y perentorio. Si se caía un cenicero, si se descorría una cortina, si alguien lanzaba al suelo un cigarrillo sin apagarlo antes, ella se sobresaltaba inmediatamente, sobresaltando a todos los demás, y obligándolo a Edward, a cada rato, a suspender el ensayo. ¿Cómo se podía trabajar con alguien así?

Sin embargo, la necesitaba. Sentía que ella era imprescindible en el elenco, y no dejaba de preguntarse en dónde estaba. Hay fantasmas que hieren, que lastiman donde los vivos no pueden hacerlo. Hay personas que se vuelven brutales cuando se transforman en recuerdos, cuando contraen el terrible poder de ya no existir. Porque si Mel había muerto ya no podría dejar de preguntarse por qué no hizo nada por ella cuando pudo hacerlo. Él la vio descarriarse, agonizar espiritualmente. Él sabía que ella estaba sufriendo, y que ese sufrimiento se exteriorizaba en un comportamiento que podía considerarse demencial o malvado, pero que era sólo dolor.

-Está bien-dijo finalmente-, con tal de salir de todo esto.

Caminaron juntos hasta un viejo automóvil. Subieron. Weiss empezó a conducir con lentitud, con sospechosa tranquilidad, como si quisiera disimular su prisa, su angustia, y su profunda convicción de que se estaban dirigiendo hacia una muerte segura.

Las flores del silencioWhere stories live. Discover now