Acomodó el espejo retrovisor y observó sus propios ojos, oscuros, sin gracia, cansados, típicos ojos de un hombre que continuamente recorre la ciudad en busca de criminales que no existen. Bogart había tenido un problema en una de las ruedas delanteras y tuvo que llevarlo al servicio técnico del Departamento de Policías, pero por suerte no fue nada grave. Necesitaba solamente una mejor calibración, nada más. Las calles estaban llenas de pozos, lomas, pedazos de canteros, y la irregularidad de sus itinerarios empezaba a pasarle factura al pobre Bogart. Además, había vuelto a meter allí cosas que no debía tocar, pero presentía que estaba a un paso del esclarecimiento que tanto había buscado, y esas cosas le servían para llegar a la revelación definitiva. Empezaban a aparecer pistas donde antes no había nada. Un hombre dijo que el niño solía jugar en el descampado, pero que casi nunca entraba a la refinería. Era lógico, no había allí nada que pueda interesarle. Solamente máquinas, hombres trabajando, herramientas y artículos de limpieza. Pero este hombre afirmó también que había visto, en varias ocasiones, a ese niño acompañado por otros dos, uno de los cuales siempre llevaba un bolso negro, posiblemente el mismo bolso que se encontró en el departamento del ministro Bosh el día que el coche explotó. Las letras estampadas eran las mismas, también el detalle de que una de las correas no era negra, sino azul.
Detalles, todavía envueltos en cierta neblina, pero que comenzaban a mostrar un contorno más preciso, una forma más inteligible.
Sólo había que esperar a que esa niebla se debilite un poco más, sólo un poco más. Él podía hacerlo, o aunque sea dar un primer paso hacia ello. Así que pisó el acelerador y condujo su vehículo hasta ese suburbio, donde podía brotar, en cualquier momento, la verdad. Y mientras conducía rogaba secretamente que Bogart no emita durante el trayecto ninguno de esos ruidos raros que suelen vaticinar un nuevo inconveniente mecánico. Porque si eso se repetía con demasiada frecuencia lo obligarían a cambiar de vehículo.
Pero Bogart anduvo, sin quejarse, hasta donde terminaba el asfalto y comenzaban las calles de tierra. Hasta donde se ven más fábricas que residencias, y más animales que niños.
En esa desolación, sin embargo, había algunas cuantas casas, entre ellas la que César buscaba, la casa con el tejado azulado y las ventanas atravesadas por barrotes rojos. ¿Cómo no reconocer esa grosería estética?
Estacionó en cualquier lugar, porque no había aceras. Descendió, y sus botas se hundieron un poco en la tierra que parecía haber sufrido los embates de alguna tempestad, aunque no había indicios claros de que hubiese llovido en esa zona.
Caminó lentamente hacia una puerta que estaba abierta y un poco desencajada, y cuando dirigió su mirada hacia el horizonte advirtió la refinería, un edificio rectangular, sin rasgos agradables, y en el que las puertas y ventanas parecían haber sido dibujadas con una tiza negra.
¿Qué niño podría querer acercarse a un lugar así?
Cuando ingresó a la casa le hizo algunas preguntas convencionales al hombre que allí lo recibió, y luego se refirió a lo que realmente le importaba.
-Usted dijo que había visto ese bolso. Lo dijo hace unos días, no cuando lo interrogaron por primera vez.
-Hubiera preferido no hablar del tema-dijo el otro-. Pero no pude evitar responder con veracidad cuando me interrogaron por segunda vez. Si hay un vaso rojo delante de mí y usted me pregunta de qué color es, puedo considerar la posibilidad de engañarlo diciéndole que es azul, pero en el momento de responderle le diré que es rojo. Hace algunos días podía optar por no hablar, pero ahora me resulta imposible hacerlo. Entre la pregunta y el momento en el que debo responderla no encuentro un tiempo que me permita tomar esa decisión.
Era cierto. Apenas César le preguntaba algo, el otro le respondía inmediatamente, a veces incluso antes de que César termine de formular la pregunta.