A las 12 de la noche reportó "movimientos extraños" en el instituto de la calle 23 y se dirigió hacia ese lugar. Dejó a Bogart a dos cuadras de allí, y luego caminó por un asfalto que los árboles habían regado con una multitud de otoñales. Abrió la puerta principal del instituto con la llave maestra, y con esa misma llave abrió cada una de las puertas que lo separaban de la sala en la que estaban conservados los estudios clínicos de cada uno de los pacientes. Revisó los ficheros, uno por uno, hasta que encontró lo que buscaba: los estudios de la doctora Dallas. Leyó someramente los resultados, porque no le interesaban los niveles de colesterol ni de glóbulos rojos de esa mujer, sino uno de los datos que estaban como perdidos entre todos los otros: el nombre del fármaco que también solía consumir el detective Pekerman.
Volvió a dejar esa serie de hojas prolijamente abrochadas en donde las había encontrado. Abandonó el instituto, regresó a su casa y realizó un nuevo reporte informando que ya había inspeccionado el instituto y que se había tratado de una falsa denuncia.
Se recostó a dormir, sin poder dejar de pensar en lo que había confirmado. También recordó una de las traducciones que Pekerman había realizado en el museo, en ese papel que sus dedos luego plegaron varias veces, y en la que mencionaba a un tal Gran Jefe. Parecía ser una profecía: "El planeta será transitable, y el cielo claro, aunque las señoras de la tierra gobiernen, pero si el Gran Jefe cerrase sus ojos, todo sucumbirá a la oscuridad absoluta".
Finalmente, se quedó dormido, luego de pasar una media hora cavilando inútilmente sobre un colchón sin sábanas ni cubrecamas.
Afuera, una delicada llovizna murmuraba sobre el techo herrumbrado de Bogart.