A la mañana siguiente se despertó entre la noticia del asesinato del profesor Garram y los recuerdos de las páginas escritas por su padre. Todavía no sabía a quién estaba esperando en esa casa. César se había ido, y había dejado el televisor encendido. Pensó otra vez en los relámpagos. Se lo había dicho a Garram, no sabía muy bien por qué, pero ahora recordaba que en el documento de su padre se mencionaba la costumbre de cubrir las paredes del templo, durante las tormentas, para que los "oshiras" no perciban la fugacidad de las luces en el cielo. Pero los "oshiras", considerados sacerdotes, eran esas mismas imágenes. Así como los superhéroes y las caricaturas existen solamente en las películas o los cómics, los "oshiras" eran sólo imágenes, personajes de las paredes que no representaban a ningún individuo real. Técnicamente, ni siquiera deberían ser considerados retratos. Sin embargo, los nativos cuidaban de ellos, los "alimentaban" de alguna manera y los protegían, lo cual indicaría que poseían alguna clase de vitalidad más allá de su condición de meros íconos.
Existía, según el doctor Becker, una clara relación entre esas imágenes y las plantas que estaba investigando, las cuales morían, principalmente, durante las tormentas. Pero si no las mataba el agua ni los vientos, y ni siquiera la caída de rayos, sólo quedaba una causa posible: los relámpagos.
Prácticamente, ya no le quedaban dudas: los murales expuestos en el museo eran los mismos que su padre describió en aquel documento.
Se puso de pie, se cambió la camisa, que estaba totalmente sudada, y se asomó a una de las cuatro ventanas que había en esa casa. Miró hacia el exterior, hacia el paisaje que se extendía casi sin variaciones sobre un cielo un poco nublado. Un territorio ideal para cultivar plantas ancestrales con la capacidad de influir en determinadas regiones del cerebro humano donde es ejercitada, más que en ninguna otra parte, la manipulación del lenguaje.
Pero no creía que César lo haya llevado hacia una trampa mortal. Tenía que haber otro motivo por el cual él estaba allí.
Pero no debería estar pensando, sino actuando. Tenía que conseguir más gente, continuar con lo que se había propuesto de alguna manera, con o sin César, y sin enredarse en detalles que sólo eran interesantes desde un punto de vista arqueológico. Las señoras de la tierra habían extendido sus raíces a su alrededor, se habían reproducido, sus flores se abrieron, y ellos todavía no habían dado un solo paso. Ya no podían contar con Garram, quizá tampoco con Oclam. Quedaba Selter. Tenía que localizarlo.
El periodista, en la televisión, seguía hablando sobre el incidente de la noche anterior en el museo. Uno de los murales, el más grande, había empezado a temblar hasta que finalmente cayó, partiéndose en varios pedazos ante la mirada atónita del guardia de seguridad. Pero inmediatamente después sucedió algo más increíble: de cada uno de esos pedazos comenzó a fluir un líquido muy espeso y rojo, el cual, luego de los correspondientes análisis, se supo que era sangre. El museo fue clausurado. Un supuesto investigador le explicaba al periodista que suele ser parte de algunas ceremonias la costumbre de colocar cápsulas con la sangre de determinados individuos dentro de las paredes de las construcciones que se consideran sagradas. La sangre debió haberse mantenido fresca porque las comunidades precolombinas siempre tuvieron ciertos conocimientos, ignorados por nuestra civilización, que les permitieron hacer cosas como ésta. Y nada más, no valía la pena seguir perdiendo el tiempo con ese detalle, y seguramente el guardia de seguridad se encontraba en un estado mental un poco confuso y simplemente se llevó por delante el mural y lo derribó.
¿Pero una mole de ese tamaño, con ese peso, podía ser movida por un solo hombre?
Sintió un frío en su estómago, una sensación de vértigo. Retrocedió y se sentó en el banquillo de madera que estaba frente a esa ventana. Estaba seguro de que ése no era sólo el frío, o el vértigo, que había sentido Oclam, o Evelyn Carter, sino, más bien, un presentimiento agudo, punzante, la impresión de que, además del problema central que ellos estaban enfrentando, se había desatado algo aun peor sobre una gran parte de la Humanidad.