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Caminó entre las vitrinas que encerraban piedras ancestrales, huesos de reptiles que colgaban del techo, cuadros. Nada de eso le interesaba. Fue directamente a lo que había ido a buscar: los murales. Estaban en la quinta sección del museo, apoyados sobre soportes que los mantenían en una posición un tanto inclinada, en el centro mismo de esa sección, de manera que era posible caminar alrededor de ellos. De un lado estaban los dibujos. Del otro, los textos, grabados en la piedra con unas letras minúsculas, pero legibles desde la cinta que delimitaba la zona que el público no debía pisar y que formaba un rectángulo en torno a la atracción principal.

Ninguno estaba completo. Se notaba que a todos les faltaba una parte. Eran cuatro. No recordaba quién le había dicho que había un solo mural allí, o si lo había escuchado en algún informe televisivo o radial. Pero luego de observarlos durante un cierto tiempo comprendió que se trataba de un mismo mural partido en cuatro partes, y que no era posible recuperar la integridad del mural original aunque se reunieran estas partes correctamente. Todavía faltarían dos o tres pedazos más.

Era comprensible: el templo había sido destruido y sepultado. Sus paredes demolidas a garrotazos. Era un milagro que se haya podido recuperar al menos una parte de una de ellas.

Tomó algunas fotografías con una de esas viejas cámaras de periodista que los modernos teléfonos habían desplazado aunque Oclam se empeñara en respetar ciertas tradiciones profesionales con un temor casi religioso.

15, 20 fotografías, de los rostros, de los textos, porque en ese momento no lograba discernir nada relevante en ellos, salvo el aspecto de esas bocas desencajadas. Tal vez en su casa, o en la sala de redacción del periódico, más tranquilo, pueda descubrir algún detalle especial en esas imágenes.

Guardó la cámara y siguió caminando en dirección a la salida del museo. Los detalles relevantes existían. Quizá él no los veía en esas imágenes, pero la realidad cotidiana empezaba a mostrarlos. La doctora Dallas había sido arrestada por malversación de fondos destinados a la salud pública. Lo insólito, lo que nadie se podía explicar, es que ella misma les habló de esta actividad fraudulenta a sus pacientes, durante una distendida clase de terapia, lo que propició que uno de ellos efectuara la denuncia. Unos días antes, Dallas había solicitado un chequeo médico porque cierto malestar estomacal, y ciertos mareos, la aquejaban, cada vez con mayor frecuencia e intensidad.

Detalles.

Salió del museo y cruzó la abarrotada calle, esquivando automóviles y peatones, y llegó a la calzada siguiente pensando en los viveros, los colosales viveros abiertos a la intemperie, atacados por las aves, buscados, con incredulidad y torpeza, por agentes del gobierno norteamericano.

Se detuvo. Tuvo la fugaz sensación de que el suelo se movía debajo de sus pies, y se aferró al poste que indicaba los números de los autobuses que se detendrían en esa esquina.

Alguien se acercó a él, le preguntó si se sentía bien. Era el profesor Garram.

-Qué casualidad-dijo Oclam.

-Ninguna casualidad-dijo Garram-. Lo estuve siguiendo. Hace unos días que lo estoy siguiendo. Veo que está bastante interesado en esos murales. Es increíble, sí, que en una época tan remota hayan podido desarrollar esas técnicas pictóricas. Bueno, no sé por qué le digo esto a usted, si fue su propio periódico el que anunció este hallazgo en un artículo excelentemente redactado. Y tengo entendido que hay un segundo artículo, o una segunda parte de este artículo, que han preferido no publicar. ¿No es así?

-Todavía no-dijo Oclam-. Necesitamos reunir más pruebas que avalen lo que ese segundo informe asevera.

-Me parece perfecto-dijo Garram, con cierta hipocresía.

-Ahora quisiera seguir por mi camino-dijo Oclam-. Le agradezco que se haya ofrecido a ayudarme.

-Claro-dijo Garram-, pero recuerde que los mareos pueden ser síntomas de una dolencia realmente grave.

Oclam siguió caminando, sin poder disimular que se estaba escapando de su interlocutor. Este último comentario del profesor retumbó en todo su espíritu. Fue como una puñalada pérfida, inesperada. Oclam no pudo desoírla, y tampoco pudo ya dejar de preguntarse si no estaba sucediendo algo extraño en su organismo.

Tras perder de vista al profesor, sus ojos buscaron un lugar donde sentarse, pero sólo encontraban mesas y asientos públicos ocupados.

Y luego de los mareos, lo sorprendió otro malestar, semejante a la acidez. Una sensación horrible que recorría su estómago y lo incitaba a vomitar, tanto así que en la siguiente esquina se aferró a otro poste, el del semáforo. Pero allí nadie lo reconoció ni trató de ayudarlo. De modo que se quedó allí, junto a ese poste, solo, como un niño perdido que espera a su madre.

Podía estar ocurriéndole lo que temía. Sí, era probable. Las aves comían de las plantas pero también se revolcaban en ellas, y las semillas se quedaban entre sus plumas. Luego agitaban sus alas en el exterior y las semillas caían en cualquier lugar, en cualquiera de las calles que esas aves sobrevolaban, en el campo, en las azoteas de las casas.

Pero, lentamente, toda esa turbulencia empezó a debilitarse, y pudo seguir caminando con cierta normalidad, aunque un tanto confundido por sus propios pensamientos, por las preguntas que la reciente situación despertaron en él, y por esa horrible impresión de que esa turbulencia, evidentemente, volvería a conmocionar su cuerpo, en cualquier momento, quizá en el transcurso de ese mismo día.

De manera que caminaba con precaución, temiendo marearse nuevamente y caerse. Recordó que el ministro Bosh había comentado, entre otras cosas, que en los viveros había que caminar con cuidado, porque, mientras la flor se desarrollaba, la planta dejaba caer algunas hojas que parecían láminas de plástico y que llamaban la atención por su viscosidad. Eran tremendamente resbaladizas. Casi resultaba imposible pisarlas sin perder el equilibrio. Obviamente, se trataba de una estrategia con la que esta especie vegetal intentaba proteger a la flor que estaba eclosionando. Varios operarios se habían fracturado por no tomar en cuenta esto, y uno incluso murió por un terrible golpe en la cabeza.

Otro elemento singular era el polvillo grisáceo que podía notarse en algunas regiones de los tallos, principalmente cuando los pétalos estaban a punto de alcanzar su máxima apertura.

Pero en ese momento nada de esto tenía importancia para él. Eran recuerdos de antiguas conversaciones que surgían espontáneamente en su cabeza, sin que él los buscara. Sólo quería llegar a su casa y recostarse en su cama. Sentirse protegido sobre una superficie horizontal, y no pensar más, al menos por unas horas, en lo que estaba ocurriendo dentro de su cuerpo.

Las flores del silencioWhere stories live. Discover now