Lo levantó del suelo y lo colocó allí, sobre la mesa. Lo observó, largamente. Casi no quería volver a tocarlo hasta que el doctor llegara. Trató de reconstruir mentalmente los hechos en los que ese objeto pudo haber estado involucrado. El niño en la refinería, el asesinato. La propietaria de la residencia era, o había sido, policía, y conoció a César y seguramente también a quien fuera acusado del crimen. Todos pertenecían al mismo Departamento. Cuando se divulgó la noticia de que el niño había desaparecido, su madre dijo frente a las cámaras de televisión que el niño llevaba un collar dorado, con su nombre, Kevin, grabado en el medallón, el mismo que ahora estaba sobre esa mesa y que el agente Moore contemplaba aterrado.
Matar a un niño, quitarle y esconder las pertenencias por las que pudiera ser identificado... ¿Quién lo había hecho? Acaso él estaba habitando la residencia de alguien capaz de cometer semejante locura. Sintió que un viento helado recorría todo su cuerpo, porque el collar además estaba envuelto en algunas prendas: un par de medias, un calzoncillo. ¿Para qué? Si querían borrar evidencias hubieran incinerado esas prendas. Pero tal vez no querían borrarlas, sino usarlas para una extorsión, acaso por las huellas dactilares que contenían, las huellas del verdadero asesino. ¿Qué otra explicación había? Pruebas, en ese estuche habían guardado las pruebas con las que era posible demostrar la culpabilidad de alguien. Y si se analizaran esos objetos, y se identificara al criminal, se encontraría también un nexo con lo que ellos habían ido a buscar a esa casa, porque el criminal sabía lo que ese niño estaba llevando y para qué lo llevaba. Al menos eso le dijo Selter a Collins aquella vez cuando se reunieron en esa suerte de monumento a la falta de intimidad.
No, no quería ni volver a tocar eso, aunque sus huellas dactilares ya habían quedado allí, junto a las del criminal, si su hipótesis era acertada. Pero quizá no importaba. No existían motivos para que él haya participado de ese crimen. Además, cualquier medio tecnológico moderno podía determinar que esas huellas eran recientes.
El cuerpo nunca fue hallado. El cuerpo sí pudo haber sido incinerado. Las cenizas habrán viajado junto a las esporas que invadían la ciudad. Se habrán mezclado con ellas, en alguna tarde grisácea, en alguna noche enaltecida por el encanto de la luna. Y el detective Pekerman lo sabía, antes que muchos otros, y tal vez fue a ese museo para tratar de entender las razones de ese crimen.
Las razones del crimen. Ahora casi todos las conocían.
Se sentó en el suelo de ese comedor a esperar, a pensar, a recordar. A cada rato sentía que su mente rozaba una verdad fundamental, que estaba a un paso de ella, sólo a un paso.
Pero los ladridos del perro lo distrajeron de esas reflexiones.
Fue hacia el ventanal. El animal seguía allí, no muy lejos del sitio en el que había hallado el estuche. Ladraba y levantaba su cabeza, olfateando nerviosamente.
Tal vez el olor del niño aún lo inquietaba, tal vez había quedado en el aire algo del olor que impregnaba esas prendas. Olor a niño muerto, con el que el viento jugaba, jugaba como un niño que traía y llevaba ese pequeño fantasma invisible que sólo los animales con un olfato especial podían percibir.
Pensó que Collins se estaba dirigiendo hacia esa casa. Lo cual era cierto. Sean se había quedado en el Área, en la oficina de Collins, con Decroch, quien acaso lo vigilaba. No estaba seguro. Parecía ser un hombre amable, un simple empleado, pero Sean era consciente de que no lo habían llevado hasta allí simplemente para protegerlo.
-Pronto se conocerá la verdad-dijo Decroch-. Tarde o temprano se conocerá, inevitablemente.
En una de las paredes de esa oficina, transparente pero también un poco opaca, se reflejaba la calvicie de ese hombre, la cual tenía, en ese tenue reflejo, el aspecto de una luna menguante anaranjada.