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Estaban en el aire, por todas partes. Seguramente también allí, en esa avenida desierta y sombría. Pero los pocos transeúntes que allí había paseaban tranquilamente. El enorme letrero rojo de un viejo cine, que no dejaba de titilar, era la única arma con la que Selter podía defenderse de aquella oscuridad, y de su propia y turbia sensación de estatismo, de estancamiento profesional y mental. Porque, después de todo, no pudo hacer nada contra el mal que se estaba propagando y ni siquiera sabía, con suficiente claridad, qué significaban esos colores en la pantalla del tomógrafo. La actividad cerebral había cambiado, sí. ¿Pero en qué dirección? Las cifras que medían los impulsos nerviosos eran altas. Las neuronas habían establecido nuevas conexiones entre sí, según indicaban los otros valores junto al gráfico. Pero no pudo seguir examinando esa pantalla. Tuvo que salir corriendo de ese consultorio porque escuchó que la puerta principal del edificio estaba siendo forzada. Bajó por la escalera alternativa, y escapó a través de la salida de emergencia. Arrojó el teléfono celular a la maleza, para que no puedan rastrearlo. También todos sus documentos personales, porque cada uno de ellos tenía su correspondiente y obligatorio chip, y tanto los rusos como los norteamericanos disponían de la tecnología capaz de localizar ese chip.

No sabía de quiénes estaba escapando. Podían ser agentes rusos, podían ser compatriotas. Y no dejaba de pensar en ese gráfico color violeta que se elevaba y señalaba así una actividad cerebral que estaba incrementándose exageradamente.

Sólo sabía que tenía que seguir avanzando, que no podía demorarse demasiado en ningún lugar, y cuando escuchó el rugido de una motocicleta, se tiró a un costado, perdiéndose entre la abundante maleza que acechaba el borde de la calzada.

Se quedó allí, durante un cierto tiempo, con la impresión de que, tarde o temprano, lo descubrirían. Volvió a examinar mentalmente aquel gráfico imprevisto, y lo comparó con otros que alguna vez también se habían destacado en aquella misma pantalla. Pero nunca había visto algo así.

Metió su mano en el interior de su campera, para tantear la fría silueta de su revólver, aunque ya sabía que estaba allí. Permaneció en ese lugar, escondido, y no volvió a escuchar el ruido de la motocicleta, pero esa serenidad le ayudó a descubrir que el tapón de algodón que obturaba su oído izquierdo se había caído. Entonces volvió a revisar, rápidamente, el interior de su campera. Encontró un antiguo boleto de tren, lo hizo un bollo y lo introdujo en ese oído desprotegido. No era lo ideal, pero servía. El algodón era mejor porque los filamentos de las esporas se pegaban a él y no podían seguir avanzando.

Pero le serviría, hasta que encuentre una farmacia abierta.

Se levantó del suelo y siguió caminando hacia la avenida que en la lejanía dibujaba una hilera de luces circulares. Y debajo de esas luces distinguió la figura de un vehículo, un taxi, estacionado allí, solo, y empezó a caminar velozmente hacia él.

No tenía dinero, porque había comprado el pasaje del tren anticipadamente. Pero no le diría nada al conductor. Si le preguntaba algo al respecto, le respondía que iba a pagarle una vez que llegue a su destino, porque, a raíz de malas experiencias previas, no confiaba en los taxistas.

-Qué suerte haberlo encontrado-dijo, cuando se aproximó al conductor-. Tengo que hacer un viaje largo, y el tren en el que debía viajar se ha roto.

-Si trae dinero-dijo el taxista-, lo llevaré a donde sea.

Entonces se preparó para decirle lo que había planificado, que tenía dinero pero que le pagaría una vez que el viaje haya concluido, y cuando el taxista lo miró con cierta incertidumbre, esperando una respuesta, le dijo:

-No, no tengo dinero. Pagué el pasaje del tren y me quedé sin nada.

-Entonces busque otro vehículo-dijo el taxista-. Yo no trabajo gratis.

Balbuceó algunas palabras incomprensibles. Lo intentó de nuevo. Sólo tenía que decir que tenía el dinero, pero que le pagaría después, pero cuando formuló la oración su boca volvió a repetir lo mismo, que no tenía dinero porque había pagado anticipadamente el pasaje del tren.

El taxista lo miró con desprecio y Selter comprendió que no iba a poder abordar ese vehículo, y quizá ningún otro, así que tuvo que seguir caminando, sin saber hacia dónde, sólo para alejarse de esa ciudad tanto como le sea posible.

Comprendió lo que le estaba ocurriendo, pero no dejaba de ser extraño, porque no había tenido los típicos síntomas de malestar estomacal y mareos. ¿Se trataba de esa nueva clase de elemento que había detectado en su consultorio? ¿Un tipo de espora que actuaba más directamente sin producir señales corporales previas?

Dejó de caminar. Se quedó allí parado, durante algunos minutos, frente al alumbrado público de la avenida. Presintió que algo en él estaba cambiando para siempre, como había cambiado en Carlo, y como cambiaría en muchos seres humanos, en miles de seres humanos, si no encontraban la manera de detener esto.

Las flores del silencioWhere stories live. Discover now