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El 29 de junio del año 2023 George Oclam abrió sus ojos en la oscuridad de su cuarto, conmocionado por un sueño que había tenido y del cual ya no recordaba nada. Intentó adivinar qué hora era, pero aquella oscuridad podía pertenecer a cualquiera de las fases de la madrugada. No había en ella ningún rastro de la luz de la tarde previa ni parecía estar amenazada por un nuevo amanecer.

La fecha, en cambio, le resultaba incuestionable: 29 de junio. Y ya podía visualizar casi todos los detalles que le depararía ese día: corridas de una oficina a otra, el chirrido de los cajones de hierro donde estaban archivados casi todos los documentos del periódico, la voz quejumbrosa de Cherry pidiéndole más tiempo, más comprensión, más remuneración por su trabajo, más aprecio, porque se sentía inmensamente solo en ese edificio hierático, y su espíritu endeble estaba a punto de quebrarse dentro del riguroso mecanismo por el que circulaba la información. El proceso de selección de las noticias lo agobiaba. El aire acondicionado le provocaba resfríos y jaquecas. Todo ese edificio estaba en su contra, y continuamente se lo hacía saber a Oclam.

Pero ese día sucedería algo más, algo que su pesimismo no había logrado prever.

Era un hombre alto, de espaldas amplias. Todo su cabello se concentraba en un solo sector de su cabeza, lo cual le daba un aspecto risible a pesar de su complexión fornida. Su voz autoritaria resonaba todos los días en los pasillos de la redacción, y rara vez se reducía a un murmullo o a un discurso amable, pero esa noche se había despertado con un malestar extraño, sin muchas ganas de discutir o de dar órdenes.

Se levantó de la cama y se dirigió ciegamente hacia la puerta. Dedicó casi una hora a prepararse para salir hacia el periódico. Miró muchas veces su rostro en un mismo espejo, la hora en un mismo reloj.

Luego bajó con rapidez las escaleras y salió a la calle donde, como siempre, buscó un taxi o un autobús, o cualquier cosa que le permita prescindir de su vehículo particular.

Estaba nervioso. Las flores del silencio podían empezar a mover sus pétalos en cualquier momento, y todavía el equipo de investigación no estaba preparado para ese acontecimiento.

Caminó algunas cuadras, hasta que un viejo coche se detuvo frente a él. Su conductor era el doctor Selter, y cuando Oclam lo vio se preguntó qué pensaría ese hombre de lo que estaba a punto de ocurrir. Pensó eso, porque Selter no sabía nada de todo ese asunto, y alguien tenía que decírselo. Todos conocían su incredulidad y nadie hasta ese momento había querido hablar de esto con él. Pero ese silencio podía quebrarse en cualquier momento, al igual que cualquier otro silencio, cuando los estambres se desarrollen y se alcen.

Los rusos lo descubrieron en sus laboratorios botánicos. Pensaron que sería una herramienta ideal para emplearla en interrogatorios. Y seguramente tenían razón.

-¿A dónde ibas?-preguntó Selter.

-Al periódico-dijo Oclam-. Creo que estoy llegando tarde. No sé ni qué hora es. No he dormido bien.

-Sube-dijo Selter-. Estaba yendo también en esa dirección. No sé si será sólo una impresión mía, pero creo que hay una motocicleta que ha estado dando vueltas por aquí. ¿Crees que me ha estado siguiendo?

-Posiblemente-respondió Oclam-. Hay algo de lo que tendríamos que hablar. Es sobre la publicación de la semana pasada, sobre esa investigación que se realizó en Siberia. Ya sabes, los rusos han descubierto ciertos textos precolombinos en las ruinas de un templo que hasta ahora los historiadores jamás habían mencionado, y que pertenecía a una tribu igualmente desconocida que cultivaba una forma de vida vegetal bastante extraña. Encontraron la especie vegetal a la que los textos aludían, y la estudiaron en sus laboratorios, confirmando así la veracidad de los textos. Se armó mucho alboroto con esa nota, incluso nos han amenazado. Y es que hay una segunda parte que todavía no hemos dado a conocer. No lo hemos hecho, precisamente por estas amenazas, pero creo que ahora lo haremos.

Las flores del silencioWhere stories live. Discover now