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No había nadie allí, pero había quedado una fragancia en el aire, y esa fragancia trajo a su memoria el recuerdo de la doctora Dallas.

La había visto por última vez una noche, o durante una tarde que declinaba muy lentamente.

La había visto ingresar a una farmacia, muchos años después de que ella renunciara al Centro de Cardiología, y no estaban en Boston, sino en Los Ángeles. Muchos años después, también, de haberse encontrado con ella en el Congreso en el que conoció al doctor Selter. Su cabello, que antes se mostraba tímidamente a través de un color castaño un tanto sombrío, ahora se derramaba por sus hombros totalmente oscuro, muy oscuro, y su manera de caminar también había cambiado. Colt tuvo la impresión de que estaba caminando en punta de pie, pero no estaba seguro de ello, porque no alcanzaba a distinguir con claridad sus piernas desde el lugar en donde él estaba, detrás de una hilera de autos y debajo de ese alumbrado público que nunca se encendía y que todas las noches colgaba allí, sobre esa calle, sin ninguna explicación.

Pero estaba convencido de que se trataba de ella, y estaba casi convencido de que ella lo vio, aunque en ningún momento se detuvo y entró a esa farmacia con la misma velocidad con la que había cruzado de una vereda a otra.

Estaba apurada, o escapando de alguien.

Conversó con la mujer que atendía el negocio, durante algunos minutos. Luego salió nuevamente a las calles, miró hacia arriba, quizá para verificar que el cielo no estaba nublado y no iba a repetirse la lluvia que acababa de inundar muchas de las calles de esa ciudad.

Jaló hacia arriba el borde superior de su blusa para que le cubra el cuello, aunque no hacía tanto frío. Colt conjeturó que se trataba de un gesto de elegancia, uno de los tantos que caracterizaban a esa mujer.

Era una mujer elegante, tenía que reconocerlo, y eso era una virtud, porque la elegancia no está en la ropa. Un mismo vestido puede verse muy bien en un cuerpo y muy mal en otro. La elegancia es una relación entre la ropa y el individuo. Hay gente que nunca alcanza la elegancia, por más que usen toda clase de vestimentas sofisticadas o llamativas, y ella la alcanzaba, con una simple blusa, y de un modo totalmente natural, casi inexorable.

La siguió, a casi media cuadra de distancia. Ella empezó a caminar con menos prisa. Colt se agachaba y se escondía detrás de alguno de esos automóviles aparcados cada vez que tenía la impresión de que ella estaba a punto de darse vuelta y mirar hacia donde él estaba.

Algunas nubes más densas se sumaban a las que hasta entonces ornamentaban aquel cielo con notoria insuficiencia. El viento empezaba a volverse frío, violento. Entonces Dallas desapareció detrás de la puerta de una fachada bastante deslucida. Colt creyó saber que se trataba de un hotel alojamiento barato y de escaso prestigio. Luego reconoció que no estaba del todo seguro de ello, y se encaminó lentamente hacia ese lugar desprovisto de letreros o inscripciones. Pero no era una residencia común y corriente. Había visto diversas personas entrar y salir de ese lugar en otras ocasiones.

Se detuvo frente a la puerta que Dallas acababa de cerrar y entonces escuchó un disparo. No supo qué hacer, si arriesgarse a que ella descubra que la había seguido hasta allí o abstenerse de intervenir en lo que pudiera estar ocurriendo detrás de esa puerta.

Ella podía estar en peligro. Podía estar muerta, o podía estar sosteniendo el arma con la que se había efectuado ese disparo, tal vez para defenderse de algún agresor

Entonces abrió esa puerta, cruzó esa entrada y se encontró de repente dentro de un pasillo bastante oscuro, de baldosas blancas y negras.

Siguió caminando, cruzó otra entrada e ingresó a una antesala en donde Dallas estaba parada, con una mano en su pecho y una expresión de indignación en su rostro.

Las flores del silencioWhere stories live. Discover now