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El temor de no volver a verla no tenía por qué sorprenderle. En los últimos meses no había dejado de pensar en ella, de buscar la manera de encontrarse con ella. No le dijo a su esposa que había entrado en sus típicas cinco semanas de vacaciones, y dedicó éstas a reunirse con Mel, en el departamento de ella, durante las horas en las que normalmente solía estar en su lugar de trabajo, y cuando su esposa le preguntó acerca de sus vacaciones le dijo que este año no se le habían concedido porque debía "cubrir" a un compañero que estaba gravemente enfermo.

El temor de no volver a verla. El terror, mejor dicho. Pero de pronto un hombre, también vestido con uniforme y lentes oscuros, cruzó corriendo la calle, se acercó a ellos y dijo:

-Escapó. No sabemos cómo lo hizo. Estaba esposada, y atada al asiento. Pero ya no está, simplemente desapareció.

-¿Y los niños?-preguntó el hombre que había estado conversando con Sean.

-Todavía están en la camioneta-dijo el otro-. Pero no, no podemos explicarnos de qué manera escapó ella. Las puertas del vehículo no se abrieron en ningún momento. No entiendo por dónde se fue. Disculpe, iré a la oficina central a dar aviso.

Se fue, y entonces el hombre que estaba parado junto a la puerta le dijo a Sean:

-Mejor váyase. Nosotros nos encargaremos de esto. Esos algodones no van a protegerlo por mucho tiempo. Las esporas están adquiriendo un tamaño cada vez menor, alcanzando los niveles microscópicos de las esporas más comunes. Aún no sabemos a qué se debe esta modificación, pero sí podemos afirmar que dentro de poco estarán en condiciones de ingresar a nuestro organismo a través de los igualmente microscópicos espacios que esos tapones no llegan a cubrir, o incluso a través de nuestros poros.

Sean no quiso seguir discutiendo. Se alejó de aquella puerta custodiada y buscó alguna calle desolada donde poder caminar y pensar con mayor tranquilidad. Estaba comenzando un cierto ajetreo en ese barrio, con gente que iba y venía, vehículos que andaban con notorio apuro. Pero la calle Gullen, la calle del viejo teatro, mostraba una atmósfera propia, una serenidad inconmovible, y mientras Sean pisaba por sus baldosas grisáceas y disfrutaba de la sombra de su vasta arboleda pensó que, si Mel eligiera un lugar donde refugiarse luego de su fuga, ese lugar sería el viejo teatro.

El viejo teatro. Por una u otra razón todos lo que alguna vez estuvieron en ese lugar regresaban a él.

Subió la escalinata marmórea, atravesó la entrada principal en la que una burda lámina de madera pretendía oficiar de puerta. Sus pasos en el primer pasillo sonaron como heladas gotas sobre un recipiente de metal. Inesperadamente, una claridad amarillenta iluminaba la sala que estaba detrás del escenario. Había alguien allí. Era Edgar, quien intentó esconderse de Sean cuando lo vio, pero luego comprendió que estaba acorralado y le habló, con forzada serenidad:

-El comisario ha muerto. Murió dentro de su vehículo, unas horas después de la entrevista. No llegó a salir de la ciudad. Fue un paro cardíaco. Ya sólo quedamos 5, si Mel y Oclam están vivos. De lo contrario...

-Mel está viva-se apuró a afirmar Sean-. De Oclam no sé nada, tampoco del otro periodista.

Dentro de su vehículo, así murió. ¿Y en qué otro sitio podría haber muerto?

Miró a su alrededor. Las cajas, las cortinas, los libretos sobre los bancos.

Mel no estaba allí, pero todas las cosas parecían esperarla. ¿O estaba allí, en algún sector más recóndito del teatro?

Edgar colocó un cigarrillo en sus labios, pero no lo encendió. Tenía la costumbre de realizar actos inútil, o dejar incompletos ciertos procesos. Sean no confiaba en él, aunque últimamente no confiaba en nadie, pero mucho menos en ese actor de segunda cuyo rostro pálido y raído parecía asomarse entre las sombras de su propio resentimiento.

Además, siempre andaba encorvado. Tenía esa joroba que lo volvía aun más torvo.

-¿A qué ha venido aquí?-preguntó-. Yo, a recordar buenos tiempos.

-No creo que haya venido sólo para eso-dijo Sean.

-Mi presencia en este lugar debería levantar menos sospechas que la suya-dijo Edgar-. Yo soy un artista. Usted no sé por qué debería estar aquí, detrás de bastidores.

Entonces, un estrépito interrumpió la conversación. En efecto, había alguien más en ese teatro, en lo más profundo de ese recinto, o acababa de entrar, torpemente, provocando la caída del objeto que retumbó en aquella oscuridad.

-Creo que nos encontraron-dijo Edgar, con una voz temblorosa.

Alguien se acercaba. Todavía no podían verlo, no sabían quién era.

Tampoco podían ver a las esporas. Las primeras, acaso las más inofensivas, eran visibles a simple vista, pero la variante identificada por Selter ya no lo era. Nadie se explicaba por qué, pero si las semillas contenían otras semillas, posiblemente éstas a su vez contuvieran a otras. Mundos dentro de otros mundos, cada uno menos perceptible que el otro, un intento por alcanzar la vacuidad que caracterizaba a los Oshiras, la inexistencia que, de alguna manera, no llegaba nunca a ser absoluta.

¿Se había referido a esto el doctor Becker cuando anotó en sus cuadernos que había en esta especie vegetal una "tendencia por alcanzar el rango inescrutable de los Oshiras, su poderosa irrealidad"?

Pasos en la oscuridad, alguien que se acerca, mientras la amarillenta luz que caía sobre esa sala revela la silueta plateada de un arma. El rostro permanece en las sombras, mientras Edgar se pone de pie y Sean da unos pasos hacia atrás.

-Permanezcan donde están-dice la voz de quien los está apuntando con ese revólver-. He venido a ayudarlos. Soy el doctor Collins, y la organización a la que pertenezco ha construido un refugio basándose en el mecanismo de extracción ideado por Selter. Allí estaremos a salvo de la contaminación, no hay ninguna duda respecto a ello, pero también quisiéramos entender qué está sucediendo y sabemos que existen documentos donde esto se explica.

-Esos documentos no están en nuestro poder-dijo Sean-. Si se refiere a las observaciones del doctor Becker, éstas han quedado en manos de su hijo, y no hemos vuelto a saber nada de él.

Iba a decir algo más, pero de pronto advirtió que Edgar tenía los ojos cerrados y que estaba tratando de separar sus párpados con sus manos. Corrió hacia él, mientras Edgar gritaba que no podía ver, pero no pudo hacer nada para ayudarlo porque la contaminación ya se había apoderado de su organismo y el doctor Collins no tuvo más remedio que fulminarlo a balazos.

Las flores del silencioWhere stories live. Discover now