-Entonces tienen a Oclam-dijo Louis.
-Lo tenemos-confirmó Borens-. No fue difícil localizarlo. Conocíamos ya los datos para localizarlo antes de que todo esto se desatara.
-¿Quién se los dio?-preguntó Colt.
-Una mujer-respondió Borens-. La doctora Dallas. Ella nos indicó uno de los sitios en los que Oclam podría esconderse en cuanto tuviera que hacerlo: una fábrica, que pertenecía a la empresa de su propio marido. Mucho antes de que ustedes supieran que todo esto había comenzado, esa mujer ya se había contactado con nosotros, a través de otra mujer, y empezó a trabajar con nosotros, cuando ustedes ni siquiera sabían de la existencia de aquella región en la que los murales fueron hallados. ¿Una venganza? Tal vez, no lo sabemos. No hemos indagado en los motivos por los que ella decidió colaborar con nosotros. Pero así fue.
Un pobre hombre, que andaba siempre con su maletín de empleado del mes por el Instituto de Cardiología de Boston, donde ella estaba dando sus primeros pasos profesionales. El corazón, el corazón del hombre que se asemeja mucho al de la mujer, pero que no latía de la misma manera. No. Ella notaba la diferencia cuando auscultaba los pechos, planos o sobresalientes, que desfilaban por aquella sala antes de pasar a un nivel jerárquico superior: el médico clínico, el centro mismo de todo ese despliegue de instrumentos y maquinarias de última generación
¿Pero quién iba a prestarle atención a la intuición de una mera asistente? Todos debían recibir la misma medicación, sean hombres o mujeres, si el padecimiento era el mismo.
Palpitaciones, pausas demasiado prolongadas o bruscas. Síntomas habituales de nuestra época, donde la gente vive tan... tan... ¿Cómo decirlo?
Ella no era aún la doctora Dallas, sino una practicante. Así la llamaban. Una especie de bruja medieval que a fuerza de no tener los conocimientos del médico clínico debía mantenerse a un costado, con la boca cerrada, ejecutando rutinas simples, formalidades, antes de que la verdadera sabiduría caiga sobre el paciente y le haga conocer la naturaleza de su padecimiento, y la solución del mismo.
Y una tarde ese pobre tipo se acercó a ella, le dijo que era el inspector de seguridad y que debía hablar con "alguien pertinente". Ella todavía no era pertinente, era alguien no-pertinente.
Pero algún día lo sería, y también lograría que todas las otras "asistentes" lo fueran, y juntas gobernarían el mundo de la medicina pública.
-Iré a avisarle al doctor-dijo ella, y se alejó, en busca del hombre en torno al cual giraba todo ese mundo, un todavía joven pero férreo e imponente doctor Collins.