La primera vez que Hermione regresó a casa después de la guerra, todo parecía un borrón. El alivio de haber sobrevivido y la felicidad de estar junto a sus amigos no la llenaban como esperaba. El vacío persistente en su pecho era un recordatorio de que algo, o alguien, faltaba. Bellatrix no se había quedado después de aquel beso bajo las sombras del bosque. Sin decir una palabra, había desaparecido, dejando a Hermione con una confusión que crecía con cada día que pasaba.
Las semanas siguientes se convirtieron en una rutina dolorosa. Hermione se sumergió en la reconstrucción del mundo mágico, ayudando a Harry, Ron y los demás a restaurar el orden tras la caída de Voldemort. Pero cada noche, cuando el silencio caía y su mente se quedaba a solas, los recuerdos de Bellatrix volvían como fantasmas ineludibles.
El deseo y la necesidad se mezclaban con la culpa. ¿Cómo podía amar a una mujer que había sido el símbolo del mal? ¿Cómo podía justificar esos sentimientos ante sus amigos y, peor aún, ante ella misma? Pero lo que había entre ellas no podía ser ignorado, y con cada día que pasaba, la necesidad de encontrar a Bellatrix se hacía más urgente
